Cuando uno es diferente y está empezando a vivir y la casa y el hogar apenas conservan un resto de calor, y la vida, rodeada de escorpiones que merodean por las calles del pueblo, se hace apenas soportable. Y Mouchette que siente dentro de sí la ambigua fuerza de un deseo desconocido y el dolor del rechazo y la mano crispada de los adultos y la fuerza brutal del mundo rural, el veneno tras los visillos, la exasperación del padre que la golpea contra la pila del agua bendita. Y la lluvia la sorprende en el bosque y se refugia bajo un árbol, y mientras llueve, frente a ella se representa otro drama, un ajuste de cuentas por una mujer. El alcohol, los celos; una madre que agoniza, un bebé que llora arropado sobre un jergón junto al hueco de la chimenea; imponderables; brutos, atisbos de caridad que se transforman en vómitos. Mouchette lleva encima el estigma maldito de los desheredados; rueda por la pendiente embarrada abrazada a las dádivas que recibió como huérfana; su cuerpo cae al río. Un plano fijo se prolonga interminable hasta que las aguas vuelven a su quietud intemporal. El río que se ha tragado su vida yace mudo tras la leve música en que transcurre la secuencia. Fin.
A la hora de la siesta el sol caldeaba el interior de la cabaña, entraba rotundo por la ventana sur y caía sobre el sillón. Abrí la ventana de par en par y aproximé el sillón hasta el rectángulo de luz. Me tumbé, cerré los ojos. Por mi cabeza corrían pensamientos amables muy lejanos al mundo de Mouchette. Era una suerte haber nacido en tiempo de paz, lejos de los brutos, haber emprendido un camino sorteando a los brutos, resucitando de las manos melifluas de la iglesia católica. Era una suerte haber leído y haber comprendido temprano lecciones elementales con que andar por el mundo. Y haber encontrado el peligro y el modo de superarlo. Y haber desterrado a Dios tras años de lucha contra los fantasmas que engendraron los días de infancia bajo la presión de las sotanas. Y ser un raro y un solitario. Y poder tumbarse al sol con los ojos cerrados mientras Ramón J. Sénder continuaba relatando la aventura demencial de Lope de Aguirre tras abandonar el delta del Amazonas. Y dormir. Y despertar, y volver a la isla Margarita donde Aguirre continuaba su carnicería. Y cuando el sol empezaba a dorar las hojas de las parras contra la tierra negra recién arada, hacer una pausa para encontrar en los versos de Gonzalo Rojas el olor a mujer que me gusta consumir a esa hora en que la noche lentamente empieza a invadir mi territorio y mi aislamiento, tiempo propicio por añadidura para apuntalar convicciones mientras los dos ahorcados de Lope de Aguirre se balanceaban en su último estertor ante la mirada aterrorizada del pueblo y de la soldadesca, obligados todos a contemplar el espectáculo de lo que será su propia muerte si no se doblegaban a los dictados de aquel loco. Ejemplo eficiente y bárbaro de los que ostentan el poder y que transferido a nuestra época de crisis se metaboliza en comportamientos igualmente bárbaros aunque transferidos a un sistema que disuelve responsabilidades en abstractas entidades políticas o financieras. Mouchette era hija de la barbarie, la tropa de Lope de Aguirre era hija de la barbarie, los ciudadanos corrientes de nuestros días somos hijos de la barbarie.
Pero no por ello mis pensamientos perdían la animosidad de una atención despierta que escudriñaba la realidad con avidez; esa necesidad de comprender que no pocas veces pone el cuerpo y la mente en una tensión propia de un atleta lanzado hacia una meta. Comprender. Cuando ese esfuerzo es fructuoso, se le ve entrar en el cuerpo con la fuerza de una convicción que no se sabe muy bien en qué consiste pero que es objeto de una sensación que tiene cierto parecido, por el goce que le proporcionaba, a cuando uno, entrenando para algún maratón, llegaba a casa después de una trotada de veinte o treinta kilómetros; la hora del alba y el frío de la mañana ponen entonces sobre la piel el regalo de una comprensión en la que el hombre y la naturaleza, formando parte de la misma cosa, no tenían necesidad de ninguna verdad porque la verdad estaba ahí, vibrando en la carne y en el pensamiento en un sístole diástole ayuno de explicación, pero tan real como la tierra que uno pisa.
Mouchette se convirtió ayer noche en una pieza más, obra de arte de primer orden, en el imprescindible intento de comprender la vida.
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