Empezaba a encontrarme sospechosamente excitado, el largo día de escritura, la soledad de la casa y la lectura eran los ingredientes que me habían llevado a este estado, más a última hora la búsqueda en que me había empeñado de encontrar un puñado de películas japonesas para las próximas noches. El cine junto a la hoguera nocturna se estaba convirtiendo en estos días en algo inopinadamente atractivo que me hacía esperar la hora de la noche con gusto. No un cine cualquiera sino aquél que al cabo del día, sugerido por las reflexiones o por la escritura o los libros que leía, venía a concretarse en un director o en un título específico. Durante la tarde interrumpía la lectura o mi ensoñación y, movido por alguno de mis pensamientos, me levantaba, encendía el ordenador e indagaba aquí o allá buscando un director, un tema, una película. Hoy me había movido entre Kurosawa, Mizoguchi de nuevo, unas webs que proponían un centenar de películas como las mejores de la historia del cine, y por último Kiarostami; éste último sugerido más bien por el título del film que por el nombre del director. El sabor de las cerezas; era un título propio de una película japonesa o china. Los títulos del cine de estas latitudes eran atractivamente poéticos. No fue otra la razón de su elección de hoy. Cuento de la luna pálida de agosto, Historia del último crisantemo, El sabor de las cerezas, eran títulos que sugerían un paisaje con el Fuji Yama al fondo, secuencias sobre la ceremonia del té, el arte de la cerámica, las campanas de los templos en Año Nuevo, la fiesta de la cereza, sus árboles en flor, como en aquel primer sueño de la película de Kurosawa. Pero nada tenía la película de los componentes del paisaje fílmico japonés, como no fuera la manera de rondar austeramente la tragedia.
Un hombre busca un socio para que le diera tierra tras su muerte que debería producirse aquella misma noche. Se tomaría un puñado de somníferos, cogería un taxi y se tumbará en un hoyo antes de que los somníferos fueran a surtir efecto. Cuando a la mañana siguiente subiera aquel socio hasta las cercanías del árbol a cuyos pies había abierto un hoyo, si éste le encontraba vivo le daría la mano y le ayudaría a salir del hoyo; y si por el contrario estuviera muerto, echaría veinte paletadas de tierra encima. Ese era el trato. El dinero convenido quedaría en cualquier caso allí, encima de una piedra.
En aquel momento sonó el teléfono. Pausé la cinta y tomé el auricular; era la policía local, una voz de mujer preguntaba por los dueños de dos pastores alemanes. No sabía qué decir, hacía hora y media que había estado con ellos; dije ir a comprobar si estaban fuera los perros, pero la policía le aseguró que no hacía falta, que el chip que llevaban correspondía a mis perros. Incluso me dijo sus nombres: Gaza y Thalos. Me disculpé. Voy ahora mismo, gracias, dije, y colgué el teléfono. Allí estaban, en la oficina de la policía tranquilos como si estuvieran en su propia casa. Habían llegado al pueblo y callejeaban junto a unos jardines cuando una señora que había sacado a pasear a su perro los observó y se acercó a ellos. La siguieron dócilmente hasta el puesto de la policía local. Estuvieron muy amables los policías. Me ayudaron a subirlos al coche. Ya no podía dejarlos sueltos por la parcela hasta que no averiguara por donde se habían escapado y reforzara el pastor eléctrico, así que até a ambos a sus cadenas y les llevé comida y agua. No los oí ladrar en ningún momento.
Volví a encender el proyector. El protagonista, después de intentar convencer a tres personas para que le hicieran el trabajo, se encontraba con un hombre que sí parecía dispuesto a cumplir su propuesta, pero antes éste le obliga a hacer un largo recorrido en coche en el trata de convencerle para que desista de su propósito. Termina contándole su propia experiencia. Tras un intento fallido de suicidio con unas pastillas, un día, antes del amanecer se hizo con una soga y se dirigió a alguna parte del valle. Allí encontró un cerezo y trató de pasar la cuerda por una rama lanzándola desde abajo. Como no lo consiguió trepó al árbol y según estaba atando la soga a una gruesa rama observó que las cerezas estaban maduras; entonces cogió una y se la echó a la boca; estaba exquisita. En ese momento amanecía, era muy bella la luz del alba; comió otras cerezas, contempló el sol saliendo entre la bruma del horizonte. Después cogió algunos puñados más de cerezas, desató la cuerda de la rama, bajó del árbol y se dirigió a su casa. Había ido a suicidarse y volvía a casa con unos puñados de cerezas que comió con su mujer. Un cerezo le salvó la vida. Las cerezas habían cambiado su forma de pensar. Yo tenía problemas, decía, pero entonces comprendí que nadie está libre de ellos. Y entonces le cuenta un chiste de un turco que va al médico y que dice a éste que si se toca la cabeza con el dedo le dolía, cuando se tocaba el brazo también le dolía, con el estómago sucedía lo mismo, le dolía siempre. Cuando ha terminado de explicar sus dolencias, el médico le contesta: lo que le pasa es que tiene el dedo roto. Hizo un inciso y prosiguió: amigo, es su mente la que está mal, no la realidad; cambie su forma de ver el mundo, mire las cosas de forma positiva. Después de aquella conversación algo de la maquinaria que trabajaba en su interior quedó descompuesto. Las últimas secuencias de la película son una pócima que el espectador va tragando con intensidad creciente intentando averiguar cual será el desenlace definitivo. Algo que el director, poniendo la noche y una tormenta por medio, negará en el último instante saliéndose por la tangente y mostrando al equipo de rodaje y al protagonista en una parada técnica de la filmación. Los títulos de crédito y la música siguen a un fundido en negro.
Apagué el proyector, la oscuridad estaba bañada por la luz de la luna que entraba por la puerta acristalada de la habitación. Contemplé a oscuras por un rato el fuego y después salí a ver a los perros. Todo estaba en orden, parecían acobardados por su aventura nocturna. Separé a ambos para que sus cadenas no se liaran, coloqué la tolva del pienso y el agua en medio para que estuvieran al alcance de ambos y me despedí de ellos recomendándoles que fueran buenos chicos. Mañana, cuando hubiera reforzado con dos hileras de alambre el pastor eléctrico, les soltaría. Hoy, al contrario que otras noches, parecían habérseles ido a ambos las ganas de ladrar. Volví junto al fuego; las llamas llenaban el hueco de la chimenea. Eran las tres de la mañana.
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