El sabor de la sandía. En La ciénaga, que vi el día anterior, quizás para no complicar más las cosas, que de por sí ya eran en exceso complejas, incluida la inclusión de una virgen que se aparece a los visionarios sobre el depósito del agua del pueblo, no vemos en ningún momento un atisbo de sexo. Ya debían de tener bastante todos sus personajes con lo que les caía a diario encima en esas casas de locos, para poner de relieve el hervidero del sexo, el componente central de la película de esta noche. La inquietud que no duerme, el sabor de la sandía, se convierten en asuntos cotidianos tensos y omnipresentes en todos sus personajes; la evidencia de una realidad está con el mismo rango de necesidad que respirar o beber. Ni siquiera dándole al espectador la posibilidad de objetivar el trabajo de las cámaras y de sus operadores, aspecto bufo y patético que confirma la universalidad de la presencia en el aire del sexo, merma la evidencia que nos delata como voyeurs siempre dispuestos a explotar la feroz ascendencia del sexo sobre nuestra voluntad.
Los pobres pastores de nuestras iglesias tienen poco que hacer frente a la liberalidad que se impone poco a poco en la vida cotidiana de la gente. El sexo es como los ecos de las campanas de antaño, siempre sonando durante el día o la noche; unas veces dando las horas recordándonos donde estamos y a qué nos debemos, y otras llamando a la celebración ritual del acto en donde se rememora la fuerza originaria de la vida, ponerse de rodillas, asistir a misa y poco a poco acercarse a la elevación, la ofrenda sacramental culminante del acto amoroso en donde los celebrantes ofrendan el sacramento del erotismo apremiados por el deseo inaplazable de alcanzar la desesperada liberación. Comunión plena con la santísima imaginería del deseo.
No deja de tener el sexo una vertiente cuasi religiosa que se aproxima con parecido apremio y voluntad al mecanismo emocional de los devotos de algunas confesiones. Pura fusión mística con los representantes del universo. La vida de los ascetas y los eremitas está llena de esa fuerza emocional que lo ocupa todo hasta el punto de que ni ellos mismos son capaces de discernir qué parte de su cuerpo o alma están plegando a Dios y qué parte lo hace a una amada. Todo sale del bajo estómago y del pálpito de la carne que no puede dejar de estremecerse cuando está bajo el influjo de esa luna llena del sexo. Le sucedía a Juan de la Cruz y a la muy apasionada Teresa de Jesús, dos notorios amantes de nuestro panorama erótico-cultural hispano. Si yo fuera capaz de expresar el estado emocional del niño que fui, engatusado y maleado durante ocho años por los curas de la institución salesiana, en algunos momentos culminantes de mi fervor religioso de entonces, creo que ni su fuerza ni su fervor deberían diferir en sus síntomas de otras devociones de las que ya de adulto fui feligrés. La manera en cómo las mujeres y sus cuerpos ocupan la imaginación de los hombres tiene bastante de esa enfermedad que aqueja a los creyentes incondicionales, que saltándose por encima todas las razones más razonables, piensan vivir alguna vez, después de la muerte, en los brazos plenipotenciarios de sus amantes y dioses; se trata de una enfermedad de patología similar a la que padecen los enamorados. La única diferencia consiste en que la feligresía católica tiene colocadas sus pretensiones más allá de la tumba, mientras que los otros, los enamorados, los amantes de las mujeres, aspiran a conseguir el cielo en la tierra.
Película, como otras tantas, para ver junto al fuego de la chimenea de invierno, agradable de seguir, y que como otras de parecido contenido, debería incluirse en el programa del catecumenado eclesial a fin de que las fuentes de esta institución fueran poniéndose al día desmitologizando algunas realidades vedadas durante décadas por la esquizofrénica institución eclesial del Vaticano. En el hinduismo, la unión del lingam, representación simbólica del dios Shiva, junto al ioni, representación de la vulva y la energía femenina, son para los creyentes del subcontinente indio la muestra de la indivisible unidad en la dualidad de lo masculino y lo femenino, un espacio pasivo y un tiempo activo desde los cuales se origina toda vida. En una ocasión en que vagaba por las afueras de un pueblo al norte de la India, me tropecé con un pequeño templo de piedra en forma de igloo. Una pequeña puerta daba acceso al interior. En el medio un gran lingam rodeado, impregnado de flores, ejercía de fuerza mediática entre los habitantes de la aldea y el más allá. Una mujer que vestía un sari de delicados colores malvas hacía sus plegarias frente a él. Me pregunto si la concepción de los otros dioses, el de Occidentes y el del mundo árabe, no llevará en sí enquistada de alguna manera la sublimación de esa fuerza que los hindúes representan con el lingam y el ioni. Me parece bastante verosímil. Una fuerza de parecida magnitud no se encuentra en la naturaleza, y los dioses, que fueron creados a nuestra imagen y semejanza, no podía prescindir de una fuerza impulsora tan avasalladora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios