El portalón cerró con un crac
grave que se perdió poco a poco como una olita en la oscuridad silenciosa de la
madrugada. Chorreaban las calles el fresco brillo de las mangueras de los
servicios de limpieza. El tumulto de los camiones de la basura de media hora
atrás era ya un eco que se perdía en el dédalo de la noche como una tormenta
que hubiera remontado unas colinas próximas y abandonado tras de sí el lejano
desorden de una música de fanfarria. Mis botas dejaban un rastro de clac clac
en los regueritos de agua que bajaban en hilos delgados por las juntas de los
adoquines de granito de Mesón de Paredes.
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Foto: Guillermo de la Madrid |
Estaba realmente muy dormido
todavía. Había hecho noche en casa de mi hijo y, no pudiendo prescindir de mi
hábito de salir a dar un largo paseo en la hora previa al amanecer, con apenas
cuatro horas de sueño, me había echado a la calle con el ánimo de ir despertando
poco a poco mientras paseaba a paso vivo por las callejas de Lavapiés. Caminando
frente a los negocios de los, aquí chinos, más abajo, senegaleses, torciendo
por Calatrava, una peluquería bangladesí junto a una frutería marroquí, se me ocurrió
que hubiera sido una buena experiencia haber incluido en mis largos viajes de
por aquí y por allá alguna que otra excursión a esta precisa hora. Las cosas,
las calles, las tiendas, los posibles viandantes, con ser los mismos, son
siempre algo muy diferente; sobrecoge un poco el ánimo caminar a esta hora por
las calles solitarias del mundo.
Alguna experiencia tuve y siempre
esa noche quedó de manera relevante grabada en mi memoria. El silencio y la
soledad de la ciudad impone mucho más que el silencio y la oscuridad de la
montaña y los bosques; una madrugada en Casablanca en que atravesaba el zoco,
desierto, sucio, difícil de cruzar sin pringarse de desechos, fruta podrida,
envases, plásticos rotos, y a derecha e izquierda pequeñas callejuelas que se perdían
en la noche, bocas de lobo donde podía imaginar el acecho de cualquier
acontecimiento espeluznante; la misma hora en un lejano día de viajar con una
vespa por Europa, y en que dormidos como lirones en la Piazza del Cíncuecento de
Roma nos robaron en mitad del sueño, a mi amigo Emiliano a mí, absolutamente
todo lo que teníamos, sólo se salvó un pantalón corto, una camiseta y el saco
de dormir... y caminar en la media luz ámbar de la ciudad desierta como quien
piensa que todavía le pueden robar las dos prendas que llevábamos puesta; noche
de lobos, indigentes y con el miedo en el cuerpo caminando hasta la próxima
comisaría; algunas noches más de salida intempestiva de vuelos en alguna parte
del mundo: Nairobi, Delhi, Tirana, donde un taxista no acudió a la cita y atravesar
por las calles a las cuatro de la mañana era desolador; una noche en Harare,
Zimbabwe, en que había que caminar hasta la estación de autobuses fuera de la
ciudad y en donde la luz pública o no existía o había desaparecido. Siempre
experiencias un poco inquietantes, como hoy, aunque vivamos en el centro de la
civilización; en noches así no es raro tropezarse con alguna pequeña aventura.
En mis años de auto-stop quedé una noche anclado en las calles de Bilbao
cuando ya era noche cerrada; durante mis horas de deambular por
la ciudad donde no pude encontrar un lugar para pasar la noche que se adaptara
a mi presupuesto hice una abundante vida social, proxenetas, vagabundos,
proposiciones de enamorado a la búsqueda de otro cuerpo, dos jóvenes con
aspectos de buenos samaritanos que se empeñaron en ofrecerme sus domicilios
para pasar la noche.
Con estos recuerdos en la cabeza,
hoy ya no con mis acostumbrados mantras por compañía, bajé hasta la plaza de
Lavapiés, donde una pareja charlaba amigablemente como quien se recrea bajo el
sol de un mediodía de invierno; más allá dos municipales se alejaban camino de
Embajadores. Hoy no hay estrellas que valgan, los senderos de la ciudad son
estrechos, destilan miel y silencio. Comienza a llover, subo a buen paso, ahora
como si estuviera sorteando el sendero de los almendros, la serpenteante senda
que lleva hacia el camino de Batres, intento mirar las calles de Madrid como si
éstas formaran una parte más de la naturaleza que piso cada madrugada, Ave María,
San Simón, Torrecilla del Leal, Antón Martín, calle del León. Al torcer hacia Huertas me cruzo con un matrimonio bajo
un paraguas, que sortea los charcos junto a un paso cebra. El encanto de la
noche parece trastocarse cuando me cruzo con algún noctámbulo; el ruido
del mar o la imagen del sistema solar y la Tierra visto desde otra galaxia, esa
tremenda pequeñez que trato de convocar con su visión y que me sirven de fondo
en mis meditaciones nocturnas, hoy no tienen consistencia. La lluvia cae sedosa
sobre el empedrado, lamento no haberme traído la cámara, los adoquines mojados,
los charcos, los rastros de luz bailando bocabajo sobre el pavimento, un par de
motocicletas, los carteles de espectáculos sobre las fachadas, me sugieren la película del grano grueso del
Tri-X, aquellas tomas en blanco y negro que, forzadas a 1600 ASA,
proporcionaban una textura de grises que se perdían entre las densas sombras
sugiriendo escenarios algo espectrales.
Abstraído en los circulitos que
dejaban las gotas de agua en los charcos, había dejado atrás el número ocho de
Huertas, cuando algo me llamó la atención a mi derecha, algo nuevo que no
estaba allí la semana anterior: AMA LO QUE HACES. Un gran mural cubría esta
madrugada la pared ciega de un portalón que había sido tapiado tiempo atrás. Ama
lo que haces, Love what you do. La
firma: Boamistura. Sorpresivo encuentro para mi paseo. Me detuve, aquello era
una buena propuesta para comenzar el día: Ama lo que haces; grandes hojas de
ficus, flores, arabescos, una armónica gama de grises, un cactus, un diamante
hendido en mitad del pecho de la M de AMA. ¿Será ese el diamante esencial que tallar
y pulir para que las cosas funcionen medianamente bien dentro de uno? Meritorio
encuentro; de mensajes así, bellos y espontáneos, deberían estar cubiertas las
fachadas de las ciudades del mundo. En la ciudad de Jaipur, India, lo que había
en la primera ocasión que la visité eran cometas, un cielo lleno de cometas que
los niños izaban desde las terrazas de sus casas; el mensaje era muy similar a éste:
disfruta con lo que haces, viste tu pueblo, tu ciudad, tu casa con pequeños
gestos de creatividad y belleza, anima tu vida con breves detalles que te
llenen de dicha. Un cielo lleno de cometas de colores es una imagen que retengo
vivamente después de treinta años. En mi casa hay por las paredes algunos
dibujos de cuando mis hijos eran pequeños, una bicicleta recostada en el pretil
que daba al río, en Amsterdam, y que se reflejaba sobre un charco, era de
Guillermo; también una furgoneta familiar en la que se tenían cinco bicicletas
sobre la baca; Mario y Lucía tienen su recuerdo infantil repintado sobre las
puertas de un armario. Nosotros amamos
lo que ellos hacían.
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