El canto de la sirena o La señora de Grabelón no tiene prisa




De vuelta a casa el rítmico sonido de mis deportivos sobre la arena, la delgada y pálida línea del horizonte trepando lentamente por el llano cetrina, de aspecto enfermizo, extendida como una franja turbia por levante. Mi mañana se llenó hoy de fragor de olas, el agua rompiendo contra las rocas de la orilla viniendo a lamer mis pies desnudos, el mar que se hincha y, tremendamente ruidoso, invade la rocalla, se desliza patinando por la arena y deja su encaje blanco en el talud oscuro de la graba. Así pude imaginar aquel paraje de Odiseo y las sirenas y con ellos recrear la vieja idea de que la felicidad no puede ser nunca un estado, un lugar donde se llega, sino que ésta se encuentra en el camino, en la aproximación, en el momento que precede a eso que equivocadamente llamamos placer.

Pascal Quignard viene a decir en Butes, que el canto de la sirena es una distancia, y lo que aquél revela es la posibilidad de recorrerla y hacer del canto el movimiento hacia el canto y de este movimiento la expresión del mayor de los deseos. "Seducen no exactamente por lo que dan a oír, sino por lo que brilla en la lejanía de sus palabras... Su fascinación no nace de su canto actual, sino de lo que se compromete a ser".

En una línea cercana, cuenta Eduardo Punset en El alma está en el cerebro, cómo su perro se revoluciona al ver que el dueño recoge la escudilla de su comida del suelo, porque sabe que eso significa un par de salchichas de inmediato. El perro mueve la cola, da saltos de gusto, corretea alrededor del dueño, se siente feliz. Sin embargo, cuando la escudilla queda con las salchichas a su disposición en el rincón de la sala, el perro descubre que no tiene apetito; las huele, pero no se las come, vuelve a la somnolencia previa al estímulo de recoger la escudilla del suelo.

Algo parecido parece suceder en el coito, donde el desenlace, eso que llamamos orgasmo parece sólo una disculpa para justificar el largo recorrido previo; o en la escalada de una montaña donde la cumbre cumple el objetivo de mantener al cuerpo en una estimulante tensión en la que el escalador, su mente y su cuerpo, encuentran realmente la fuente de su placer y de su arrojo.

Me pregunto si no tendrá que ver esto con esa tendencia tan general de vivir frecuentemente el presente cargados con la expectativa de lo que vamos a hacer, del proyecto que vamos a emprender, de la ciudad que visitaremos más tarde. Precisamente la fugacidad del presente parece cimentarse en todo momento sobre esta base. Vive el momento, se nos sugiere a menudo desde diferentes instancias; sin embargo, a la primera de cambio ya anda nuestra mente perdida en el pasado o recreando aquello que proyectamos hacer; emprendemos un largo paseo y ya nada más empezar deseamos llegar a la cumbre; y una vez pisada la cumbre, como corresponde, tendremos puesta nuestra atención en el fondo del valle donde hemos de coger el tren o donde nos espera el coche que hemos aparcado horas antes. Imposible pararse en medio del movimiento, detenerse a escuchar el canto de las sirenas; la tensión nos impele hacia adelante. Habríamos de se atados al palo mayor, como Odiseo ordenó que hicieran con él mismo, para que ello fuera posible.




 ¿No será una falacia eso de intentar vivir el presente, un espacio inexistente que sólo puede concebirse en el punto de inflexión entre el pasado y el futuro? Las sirenas seducen no exactamente por lo que dan a oír, sino por lo que brilla en la lejanía de sus palabras. Anoche, mirando mi nuevo espacio de trabajo y recreo, mi cabaña, me entraban unas ganas locas de que se precipitara sobre nuestra casa la lluvia, el frío, el invierno; me imaginaba junto a esa nueva ventana de metro y medio que he abierto y que da hacia el bosquecillo del sur, con un libro entre las manos, disfrutando del sol, escuchando a Schubert por la noche frente al fuego de la chimenea, siguiendo en la oscuridad el siseo de las ramas de los árboles. Mi felicidad de anoche estaba claramente en una imagen que yo proyectaba para tiempos venideros. Y si realmente el presente existe, ¿no es éste algo efímero y en extremo sutil?

El concepto esquema que se utiliza en antropología, quizás pudiera aclarar en parte esta diferente manera de sentir el tiempo que se tiene en Occidente y Oriente; "lo que aprendemos no es una simple copia de una realidad externa. Los esquemas mediante los cuales organizamos las experiencias a medida que las percibimos y a medida que actuamos crean nuestra propia realidad. Sólo podemos comprender lo que este marco nos permite entender" (Paul Bohannan, Para raros nosotros). La manera desigual de considerar el tiempo un urbanita frente a un lugareño de una alejada aldea de la sierra, indican también unas vivencias y una cultura diferente. Cuando treinta y cinco años atrás me tocó trabajar en una escuela rural de una pequeña aldea de las orillas del Narcea era fácil observar lo que digo; llegabas al bar y pretendías tomarte una cerveza y marcharte. ¿Qué hay?, te preguntaba la señora de Grabelón. Y pedías una caña, y la señora se marchaba por la puerta lateral, volvía a salir con un paño en la mano, le daba una sardina al gato, charlaba un momento con otro parroquiano... y quince minutos después tú te preguntabas si te habría oído, si la señora de Grabelón no sería sorda, si estaría enfada contigo y no quería ponerte la cerveza. Nada de eso, tarde o temprano la cerveza llegaba. Si le hubiera comentado algo seguro que no me habría entendido. Por aquellos pagos las cosas funcionaban así entonces, el tiempo de Gedrez (ahora Xedrez, en consonancia con los tiempos), su reloj, nada tenía que ver con el reloj del urbanita maestro de escuela recién aterrizado en la aldea. En la ciudad todo iba mucho más deprisa.

Y siendo así las cosas podríamos llegar a entender que el presente sea mucho más dilatado en el medio rural que en la ciudad, más tranquilo y sosegado en Oriente que en Occidente. Cuando uno visita los templos de Angkor, en Camboya o el santuario de Borobudur en la isla de Java, Indonesia, y se apresta a una visita exhaustiva, lo primero que sorprende es la impasibilidad de los cientos y cientos de budas de piedra que, inmovilizados y absortos, parecen dejar transcurrir sus vidas en la santa quietud de un presente que para ellos es el mismo hoy que el de hace dos mil cuatrocientos años. Y no es ajena a esta sensación el hecho de que el eje fundamental de la doctrina budista consista en la supresión del deseo, ese canto de las sirenas que lo hacen crecer y lo enardecen; en occidente estamos continuamente impulsados hacia adelante, sujetado a su deseo, no hay objeto final que nos calme... y sin embargo el objeto final no existe, estamos condenados a vivir en el movimiento. 

Y así, volviendo a Quignard, lo que el canto de la sirena revela es su condición de distancia y la posibilidad de recorrer ésta haciendo del canto el movimiento hacia el canto y de este movimiento la expresión del mayor de los deseos.






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