De vuelta a casa el rítmico sonido
de mis deportivos sobre la arena, la delgada y pálida línea del horizonte trepando
lentamente por el llano cetrina, de aspecto enfermizo, extendida como una
franja turbia por levante. Mi mañana se llenó hoy de fragor de olas, el agua
rompiendo contra las rocas de la orilla viniendo a lamer mis pies desnudos, el
mar que se hincha y, tremendamente ruidoso, invade la rocalla, se desliza
patinando por la arena y deja su encaje blanco en el talud oscuro de la graba.
Así pude imaginar aquel paraje de Odiseo y las sirenas y con ellos recrear la
vieja idea de que la felicidad no puede ser nunca un estado, un lugar donde se
llega, sino que ésta se encuentra en el camino, en la aproximación, en el
momento que precede a eso que equivocadamente llamamos placer.

En una línea cercana, cuenta
Eduardo Punset en El alma está en el
cerebro, cómo su perro se revoluciona al ver que el dueño recoge la
escudilla de su comida del suelo, porque sabe que eso significa un par de
salchichas de inmediato. El perro mueve la cola, da saltos de gusto, corretea
alrededor del dueño, se siente feliz. Sin embargo, cuando la escudilla queda
con las salchichas a su disposición en el rincón de la sala, el perro descubre
que no tiene apetito; las huele, pero no se las come, vuelve a la somnolencia
previa al estímulo de recoger la escudilla del suelo.
Algo parecido parece suceder en el
coito, donde el desenlace, eso que llamamos orgasmo parece sólo una disculpa
para justificar el largo recorrido previo; o en la escalada de una montaña
donde la cumbre cumple el objetivo de mantener al cuerpo en una estimulante
tensión en la que el escalador, su mente y su cuerpo, encuentran realmente la fuente
de su placer y de su arrojo.
Me pregunto si no tendrá que ver esto
con esa tendencia tan general de vivir frecuentemente el presente cargados con
la expectativa de lo que vamos a hacer, del proyecto que vamos a emprender, de
la ciudad que visitaremos más tarde. Precisamente la fugacidad del presente
parece cimentarse en todo momento sobre esta base. Vive el momento, se nos
sugiere a menudo desde diferentes instancias; sin embargo, a la primera de
cambio ya anda nuestra mente perdida en el pasado o recreando aquello que
proyectamos hacer; emprendemos un largo paseo y ya nada más empezar deseamos
llegar a la cumbre; y una vez pisada la cumbre, como corresponde, tendremos puesta
nuestra atención en el fondo del valle donde hemos de coger el tren o donde nos
espera el coche que hemos aparcado horas antes. Imposible pararse en medio del
movimiento, detenerse a escuchar el canto de las sirenas; la tensión nos impele
hacia adelante. Habríamos de se atados al palo mayor, como Odiseo ordenó que
hicieran con él mismo, para que ello fuera posible.

Y siendo así las cosas podríamos
llegar a entender que el presente sea mucho más dilatado en el medio rural que
en la ciudad, más tranquilo y sosegado en Oriente que en Occidente. Cuando uno
visita los templos de Angkor, en Camboya o el santuario de Borobudur en la isla
de Java, Indonesia, y se apresta a una visita exhaustiva, lo primero que
sorprende es la impasibilidad de los cientos y cientos de budas de piedra que,
inmovilizados y absortos, parecen dejar transcurrir sus vidas en la santa
quietud de un presente que para ellos es el mismo hoy que el de hace dos mil
cuatrocientos años. Y no es ajena a esta sensación el hecho de que el eje
fundamental de la doctrina budista consista en la supresión del deseo, ese
canto de las sirenas que lo hacen crecer y lo enardecen; en occidente estamos
continuamente impulsados hacia adelante, sujetado
a su deseo, no hay objeto final que nos calme... y sin embargo el objeto
final no existe, estamos condenados a vivir en el movimiento.
Y así, volviendo a Quignard, lo que
el canto de la sirena revela es su condición de distancia y la posibilidad de
recorrer ésta haciendo del canto el movimiento hacia el canto y de este
movimiento la expresión del mayor de los deseos.
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