Sobre la amistad. Diario de las cinco de la mañana.


  

Raleaba el alba por el hueco de la ventana de mi cabaña, enfermiza, taciturna, hecha de viento y como dispuesta a volverse a dormir en los brazos de la noche. Lejos del asfalto y de los adoquines bañados de lluvia del día anterior, había vuelto a mi madrugada habitual, a los rastrojales, a los olmos y almendros que acompañan mi paseo y, recogido en la pequeña estancia donde ardía una varita de incienso, seguía metódicamente mis ejercicios de rehabilitación; ahora uno que siempre me recuerda los gestos del gallo en el acto de lanzar al aire su kirikí matinal, que viene muy bien a mis cervicales y que debo a la gentileza de dos amigos, Eduardo y Adriana; aficionados ellos a las prácticas del Chi Kung, de tanto en tanto me regalan algún ejercicio que vienen a enriquecer mis prácticas matinales. Después hubo otros ejercicios y entre ellos uno más que se debe así mismo a las enseñanzas de otro amigo, buen amigo pero del que discrepo hasta el fondo del alma, del que no sabía nada desde hace casi un año y del que casualmente ayer había recibido un email que no me sentía con ánimo de contestar. Por un rato largo él vino a contemporanizar con mis ejercicios. De las cervicales pasó a la rótula, se entretuvo por allí mientras subía y bajaba los contrapesos con las piernas. Era una relación no exenta de conflicto. Nos conocemos desde hace unas décadas, pero a veces los rodamientos se atascan, necesitan grasa. Un día se murió su hermana y él se sintió muy mal y yo, que andaba por entonces embarcado en un largo viaje, intentando infundirle fuerzas desde el otro lado del mundo, le escribí una larga carta en la que le hablaba de  lo que a mí me parecía que tenía que ser una actitud sana ante la muerte; en aquella ocasión él me contestó con una línea; eso es una estupidez, escribió, así, sin más; por toda respuesta no encontró en su laconismo más que estas cuatro palabras. Después otro buen día, arrellanado en el algodonoso y soñoliento laberinto del psoe y, confundiendo el hacer política con el hecho muy diferente de leer el periódico, quiso darme lecciones con aquello ("ya dije -que le había dicho un amigo filósofo y repetía cada dos por tres- que los griegos dijeron que todo ser humano debe participar como ciudadano en todo lo que concierne al bien común, si no sería un necio", afirmaba) y entonces fui yo quien contestó sucintamente en el tono que creí más adecuado. Estupidez y necio eran dos palabras que bailaban, bien que no contextualizadas del todo, en mi recuerdo. De la carta suya que siguió solo leí unas pocas palabras, ni siquiera llegué al renglón completo: el correo fue directamente a la papelera. A veces las palabras son como la gasolina, hay que tener un respeto con ellas y usarlas con la delicadeza que éstas merecen. Quizás sean cosas de las que pasan en todas las familias, pero a las que yo no estoy acostumbrado; quizás algún día olvidemos estos deslices y volvamos, la cheira ya en su funda de cuero, a fumar la pipa de la paz en santa armonía.

Ayer tarde, después de permanecer un largo rato entre los manifestantes de la plaza de Neptuno, un deber cívico que intento cumplir siempre que puedo, me dirigí al teatro Español; intenté subir por la calle Cervantes, pero estaba copada por los últimamente provocadores de disturbios, los agentes policiales en persona; la luces azules de la verbena de las lecheras habían vuelto a adueñarse aparatosamente de los alrededores del Congreso (fusiles, pistolas, chalecos antibalas, cascos, botas de campaña: ¿no será que están cagaditos de miedo?). Tuve que dar la vuelta por Huertas. Como hoy va de amistad, parece que el concepto tuviera cierto magnetismo para convocar asuntos relacionados con ella, y así, decir calle Huertas, me trae a la memoria a mi amiga Marga, con la que compartí la corrección de una de mis novelas; las discusiones bizantinas que nos trajimos entonces sobre cómo había que de decir o escribir muchos términos, Calle Huertas, calle Huertas, calle de las Huertas o Calle de las huertas. Ambos aprendimos bastante de ortografía por entonces con este tipo de disputas. No obstante, y pese a la RAE y a mi amiga, para mí la calle de las Huertas sigue siendo Huertas, ni siquiera necesita anteponérsele el calle. Y si no probemos: alguien pregunta: ¿por donde vas a Santa Ana? Respuesta: por Huertas. Por demás una respuesta así le proporciona a la palabra una connotación de familiaridad que ni mucho menos tendría diciendo calle de las Huertas. A Marga, que heredó el muy correcto uso del castellano en su Montevideo natal, se le iban los demonios cuando se tropezaba con la colección de laísmos y leímos de mi escritura, un tema que jamás aprendí a dominar. Ambos sacamos mucho partido de aquellas peleas gramaticales.

Decía Sánchez Ferlosio que a él lo que le gustaba, cuando escribía, era el hecho de hacer calceta, que el acto de terminar un jersey era algo que le interesaba menos. Pues eso, que no pasa nada porque uno se vaya por los Cerros de Úbeda de vez en cuando. Estaba camino del teatro Español. Es la sala pequeña, el local está sumido en la neblura gaseosa de una noche en que atravesar el escenario es como ir de una a otra orilla del Rubicón envuelto en una gasa translúcida de gases que preludian hechos escabrosos. Se representa Gaviotas subterráneas, de Alfonso Vallejo, una historia sobre la amistad que quiere ser una alegoría de ésta a prueba de bombas, pero a la que le falta muchos engranajes intermedios para hacer creíble un final feliz que desmerece del conjunto de la representación, pese a que estéticamente, los dos amigos abrazados como amantes incombustibles, la escena resulta de una apreciable belleza plástica. En la obra la amistad entre los dos protagonista se da por descontada, un concepto abstracto al que se le suponen atribuciones en donde el amor -amor en el sentido más puro, según Montaigne- parece estar por encima de cualquier desaguisado. La obra no muestra ninguna de estas señales; supuesto este amor, la acción, desde el primer momento hasta el final, lo que hace es desacreditar precisamente esta índole amorosa, sacando a relucir todos los demonios que pueden convivir con esa amistad desde la infancia, a través de actos que lo que hacen precisamente es negar esa alabada amistad. Acostumbrados como estamos a querer ver con gafas de colorines vistosos la realidad y a transformar mediante un complicado mecanismo psicológico lo negro en blanco y lo blanco en negro -lo que la obra del Español viene a confirmar- parece como si encajáramos mal la realidad y necesitáramos sobreponernos a ella negándola, pretendiendo hacer del amor y la amistad valores que como el aire que respiramos están ahí como sustancia íntima de nuestra constitución. Te vapuleo, te robo, te escupo en la cara, te chantajeo... pero no importa, al final nos damos un abrazo, la amistad está sobre todas las cosas: cae el telón.

No. Para mí que, siguiendo la lógica de los acontecimientos, lo que debía de haber hecho el autor es conceder a estos personajes la condición de una metáfora precisamente de lo contrario, de la no-amistad. A no ser, se me ocurre en última instancia, que lo que verdaderamente persiguiera fuera hacernos ver el dislate que existe entre la realidad y los sentimientos socialmente validados, pero manoseados y corruptos hasta el punto de hacer de las palabras amor y amistad conceptos hueros sin chicha ni limoná. Como tantas veces, los hechos, como el beso de Judas en Getsemaní, son más elocuentes y didácticos que los manuales de moral al uso.

El alegato más hermoso y sentido que conozco sobre la amistad está en los ensayos de Montagne; De la amistad, se titula aquél. Sitúa Montagne la amistad por encima del amor entre parejas, padres e hijos. La amistad está por encima del amor entre las parejas, dice, porque la afección hacia las mujeres, aunque nazca de nuestra elección, tampoco puede equipararse a la amistad. Su fuego, lo confieso, es más activo, más fuerte y más rudo, pero es un fuego temerario, inseguro, ondulante y vario; fuego febril, sujeto a accesos e intermitencias que no se apodera de nosotros más que por un lado. En la amistad, por el contrario, el calor es general, igualmente distribuido por todas partes, atemperado; un calor constante y tranquilo, todo dulzura y sin asperezas, que nada tiene de violento ni de punzante. Y añade más adelante, emocionado por el recuerdo de su amigo fallecido: Si comparo todo el resto de mi vida con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y sociedad de La Boëtie, el otro tiempo de mi existencia no es más que humo, y noche pesada y tenebrosa.

 En estas consideraciones andaba cuando asomé la cabeza por el arco enjalbegado de mi choza para contemplar cómo andaba la mañana por levante; las acacias y el árbol del amor, que ya han empezado a vestirse de otoño, clareaban; el hueco de la chimenea yacía en la liviana oscuridad presto a recibir ese cacillo de luz que pinta mi cabaña de ámbar en la ventana de poniente; a mi derecha los pájaros ya habían comenzado a desayunar su ración de pipas en el comedero de la acacia, algunos bebían en el bebedero que les puse recientemente al pie del árbol. El frente de mi cabaña se está convirtiendo en una pajarería volante durante todo el día. Era hora de que yo alzara también el vuelo y subiera a desayunar. 









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