
Ayer tarde, después de permanecer
un largo rato entre los manifestantes de la plaza de Neptuno, un deber cívico
que intento cumplir siempre que puedo, me dirigí al teatro Español; intenté
subir por la calle Cervantes, pero estaba copada por los últimamente provocadores
de disturbios, los agentes policiales en persona; la luces azules de la verbena
de las lecheras habían vuelto a adueñarse aparatosamente de los alrededores del
Congreso (fusiles, pistolas, chalecos antibalas, cascos, botas de campaña: ¿no será
que están cagaditos de miedo?). Tuve que dar la vuelta por Huertas. Como hoy va
de amistad, parece que el concepto tuviera cierto magnetismo para convocar asuntos
relacionados con ella, y así, decir calle Huertas, me trae a la memoria a mi
amiga Marga, con la que compartí la corrección de una de mis novelas; las
discusiones bizantinas que nos trajimos entonces sobre cómo había que de decir
o escribir muchos términos, Calle Huertas, calle Huertas, calle de las Huertas
o Calle de las huertas. Ambos aprendimos bastante de ortografía por entonces
con este tipo de disputas. No obstante, y pese a la RAE y a mi amiga, para mí
la calle de las Huertas sigue siendo Huertas, ni siquiera necesita anteponérsele
el calle. Y si no probemos: alguien pregunta: ¿por donde vas a Santa Ana? Respuesta:
por Huertas. Por demás una respuesta así le proporciona a la palabra una
connotación de familiaridad que ni mucho menos tendría diciendo calle de las
Huertas. A Marga, que heredó el muy correcto uso del castellano en su
Montevideo natal, se le iban los demonios cuando se tropezaba con la colección
de laísmos y leímos de mi escritura, un tema que jamás aprendí a dominar. Ambos
sacamos mucho partido de aquellas peleas gramaticales.
Decía Sánchez Ferlosio que a él lo
que le gustaba, cuando escribía, era el hecho de hacer calceta, que el acto de
terminar un jersey era algo que le interesaba menos. Pues eso, que no pasa nada
porque uno se vaya por los Cerros de Úbeda de vez en cuando. Estaba camino del
teatro Español. Es la sala pequeña, el local está sumido en la neblura gaseosa
de una noche en que atravesar el escenario es como ir de una a otra orilla del
Rubicón envuelto en una gasa translúcida de gases que preludian hechos
escabrosos. Se representa Gaviotas
subterráneas, de Alfonso Vallejo, una historia sobre la amistad que quiere
ser una alegoría de ésta a prueba de bombas, pero a la que le falta muchos
engranajes intermedios para hacer creíble un final feliz que desmerece del
conjunto de la representación, pese a que estéticamente, los dos amigos
abrazados como amantes incombustibles, la escena resulta de una apreciable belleza
plástica. En la obra la amistad entre los dos protagonista se da por descontada,
un concepto abstracto al que se le suponen atribuciones en donde el amor -amor en
el sentido más puro, según Montaigne- parece estar por encima de cualquier
desaguisado. La obra no muestra ninguna de estas señales; supuesto este amor,
la acción, desde el primer momento hasta el final, lo que hace es desacreditar
precisamente esta índole amorosa, sacando a relucir todos los demonios que
pueden convivir con esa amistad desde la infancia, a través de actos que lo que
hacen precisamente es negar esa alabada amistad. Acostumbrados como estamos a querer
ver con gafas de colorines vistosos la realidad y a transformar mediante un
complicado mecanismo psicológico lo negro en blanco y lo blanco en negro -lo
que la obra del Español viene a confirmar- parece como si encajáramos mal la
realidad y necesitáramos sobreponernos a ella negándola, pretendiendo hacer del
amor y la amistad valores que como el aire que respiramos están ahí como
sustancia íntima de nuestra constitución. Te vapuleo, te robo, te escupo en la
cara, te chantajeo... pero no importa, al final nos damos un abrazo, la amistad
está sobre todas las cosas: cae el telón.
No. Para mí que, siguiendo la lógica
de los acontecimientos, lo que debía de haber hecho el autor es conceder a estos
personajes la condición de una metáfora precisamente de lo contrario, de la
no-amistad. A no ser, se me ocurre en última instancia, que lo que
verdaderamente persiguiera fuera hacernos ver el dislate que existe entre la
realidad y los sentimientos socialmente validados, pero manoseados y corruptos hasta
el punto de hacer de las palabras amor y amistad conceptos hueros sin chicha ni
limoná. Como tantas veces, los hechos, como el beso de Judas en Getsemaní, son
más elocuentes y didácticos que los manuales de moral al uso.
El alegato más hermoso y sentido
que conozco sobre la amistad está en los ensayos de Montagne; De la amistad, se titula aquél. Sitúa
Montagne la amistad por encima del amor entre parejas, padres e hijos. La
amistad está por encima del amor entre las parejas, dice, porque la afección hacia las mujeres, aunque nazca de nuestra elección,
tampoco puede equipararse a la amistad. Su fuego, lo confieso, es más activo,
más fuerte y más rudo, pero es un fuego temerario, inseguro, ondulante y vario;
fuego febril, sujeto a accesos e intermitencias que no se apodera de nosotros
más que por un lado. En la amistad, por el contrario, el calor es general,
igualmente distribuido por todas partes, atemperado; un calor constante y
tranquilo, todo dulzura y sin asperezas, que nada tiene de violento ni de
punzante. Y añade más adelante, emocionado por el recuerdo de su amigo
fallecido: Si comparo todo el resto de mi
vida con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y
sociedad de La Boëtie, el otro tiempo de mi existencia no es más que humo, y
noche pesada y tenebrosa.
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