Hacía frío y la luna gorda de
color miel se había hundido en el horizonte, el campo estaba inhóspito y
oscuro. En mi cabaña, que había estado toda la noche con la puerta abierta de
par en par haciendo honor al cambio de la ropa de cama, el grueso edredón de
plumas, que inauguraba oficialmente el invierno ante la expectativa de un bajón
en el termómetro, la temperatura era similar a la del exterior, cercana al umbral
en que las plantas y el agua empiezan a helarse.
No iba a ser agradable con este
frío mi rato de rehabilitación-meditación matinal, así que desplacé los bártulos
para mis ejercicios junto a la chimenea, hice un lecho con los cojines de los
sillones, salí a por leña y, después de prender un par de hojas de Le Monde Diplomatique en el hueco de la
chimenea, dispuse una pirámide de palitos sobre ella. El inesperado frío de la
madrugada no tardó en esfumarse; poco a poco un calor tibio y muy agradable fue
invadiendo la cabaña mientras yo iba recitando mi Namu-Amida-Butsu siguiendo el
ritmo de mis piernas cargadas con los contrapesos de agua. Las llamas,
altas y alegres en el hueco de la
chimenea, llenaban la oscuridad con el cálido aliento de su chisporroteo.
De pronto mi cabaña era una construcción
de madera levantada junto a la corriente petrificada por el hielo del río Nahanni,
afluente del Mackenzie, en un intrincado rincón entre las montañas del norte de
Alaska. Fuera la temperatura rondaba los cuarenta y cinco grados bajo cero; los
protagonistas de Río Peligroso, R. M.
Patterson y su compañero fumaban en mangas de camisa sus respectivas pipas frente al fuego . En
la chimenea bailaban las llamas de un fuego similar al mío. Y al momento
siguiente el escenario cambiaba, ahora se trataba de un refugio del Pirineo, en
el valle de Pombie bajo la inmensa y bella mole del Midi D'Osseau; fuera llovía
y, un grupo de madrileños entre los que yo me encontraba, charlaba en un semicírculo disfrutando del vaivén de las llamas.
Los minutos de mi madrugada transcurrían
diseminados por los fuegos, míos y ajenos, junto a los que me había calentado a
lo largo de mi vida. Atravesar el frío para gozar del calor, el deleite de Marcel
Proust embebido en la expectativa de un fuego que oía canturrear tras la puerta de la habitación en la que esperaría el
regreso de su amigo, ese placer de hacer crecer el instante definitivo que nos
espera tras una puerta, en la cercana sombra de un refugio, el calor, la meta, el
fuego.
Y la tibia luz del alba empezaba a
entrar por el hueco de mi ventana, delicada, hecha de tules, sin
prisas. Y comenzaba a oírse el canto de los pájaros. Y pensaba ahora en los
problemas que va a tener, en esta época carboneros,
gorriones, tordos principalmente, siempre revoloteando alrededor del comedero
que les puse hace un mes clavado en el cercano tronco de la acacia, debido a los gatos, razón por lo que han tenido que cambiar de táctica para acercarse al comedero... esos cuatro huerfanitos que hemos adoptado. Antes venían directamente al comedero,
tomaban una pipa y la cascaban pacientemente sobre el pretil de madera del
mismo; no tenían prisa, pero ahora los gatos, que son chiquitos pero muy listos, aprenden a subirse a los árboles y rondan de continuo el
comedero desde abajo buscando atrapar uno de ellos para zampárselo. Ahora mis pájaros
han aprendido a ser cautos; primero se posan en las ramas altas de la acacia,
miran aquí y allá, no hay moros en la costa, descienden de nivel a otra rama más
cercana al comedero, dan un salto hasta él, toman una pipa y salen pitando, no
vaya a ser que venga el lobo. Aquellos que prefieren el alpiste a las pipas
comen también de un modo particular mirando de continuo aquí y allá cada vez
que agarran un semilla. Así es la vida, unos zampándose a otros siguiendo la
ruleta de la cadena alimentaria; no de muy diferente manera sucede con nosotros.
De entre los gatitos que acogimos cuando murió su madre en nuestra parcela, Canela,
el más grandote, en estas pocas semanas que lleva de vida ya ha desarrollado
facultades de rapiña y de todoestoesparamí. Viene´n los cuatro a rondar la mesa
cuando nos ponemos a cenar, les echamos algo del plato a cada uno y el listillo
de turno, los acaparadores, esa raza rapiñosa que puebla el país, en este caso
Canela, va, se zampa lo suyo e inmediatamente después se dedica a dar zarpazos
a sus hermanos para quitarle lo que ellos están comiendo. Y así, nosotros, el
sentido común, debe intervenir para que llegue a todos la comida, para evitar
que Gaza y Thalos, nuestros pastores alemanes, se zampen a los gatos, para que
los gatos no se zampen a los pájaros, para que los pájaros no se zampen las lechugas
de la huerta. Nuestro país necesita algo de eso, una especie de dictadura del
Sentido Común, no hay pan para tanto chorizo.
Y así, envuelto en el ensimismamiento
que las llamas producen en mi ánimo, me parece imposible en esta hora tan
temprana que exista un mundo más allá de este espacio mágico, me parece
imposible que exista Callao y la Gran Vía y Recoletos y la plaza de Neptuno, y
el vocerío y los gritos, y los miles de manifestantes que coreábamos nuestra
indignación ayer mismo por la tarde bajo el palio de las banderas republicanas
y una luna casi llena que parecía reírse de nuestra pequeñez allá en lo alto,
clara y lunática sobre el blanco andamiaje del edificio de Correos.
¡Ah!, volver a la naturaleza,
volver al fuego y a la luz, y a la noche y al frío y a los pájaros y los gatos
y a los perros y a lo peces y vivir en paz unos con otros y vivir y dejar
vivir.
Que así sea.
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