#Desobedientes




Se me pegaron las sábanas, y es que ayer tras la película, una de las mejores que he visto en los últimos meses, Intocables, de Eric Toledano y Olivier Nakache, se me ocurrió abrir el Twitter y me encontré con un atractivo TT por donde anduve indagando, #Desobedientes, era el hashtag. La red se rejuvenecía inesperadamente con el viejo tema de la desobediencia civil, llovían desde todos los lados las citas de Thoreau, Luther King, Gandhi, Mandela. De repete el Sí se puede que cantamos en todas las manifestaciones tenía una herramienta muy efectiva a su disposición. Me fui a ojear el programa de referencia hacia el que apuntaban los enlaces, en la Sexta; había una interesante intervención de Ignadio Ramonet y del juez Santiago Vidal. El documental finalizaba con unas palabras de éste último (se refería a los terrorista financieros de nuestro país, Bankia y los otros): Mejor para ellos que no les toque que yo les juzgue. Aludía también a la indecorosa invasión del Ejecutivo en el ámbito judicial.

Esta madrugada hace un frío que pela, sobre los cristales del coche brilla la primera capa de hielo de la temporada. Cuando paré el coche e iba a cerrar la puerta, pensé que mejor lo dejaba abierto; unos días atrás había perdido misteriosamente la llave en el trayecto y ya sólo me quedaba una copia; mejor dejaba todo abierto y la llave dentro. La rasca que corría me iba a obligar a embozarme y a utilizar los guantes de lana; la luna gorda, próxima al horizonte, presidía el espectáculo matinal. El frío me obliga a caminar deprisa. ¿Qué pasaría, se preguntaba Ramonet, si los desobedientes fuéramos muchos y, por demás nos negáramos a pagar cualquier clase de multa?, ¿nos meterían a todos en la cárcel, dónde, cómo, en un estadio de fútbol, organizarían algún tipo de campo de concentración?

Fantaseando con las afirmaciones de Ramonet me imaginé con una multa de esas que la delegación de gobierno intenta clavar a algunos de los simpatizantes del 25S, y no pagándola me veía en la cárcel con otros tantos manifestantes; repasaba dos conceptos que desconocía hasta ayer mismo, empoderamiento, efecto Streisand; hacía memoria de la cantidad de cosas nuevas que he aprendido durante el último año, asuntos de economía, movimientos sociales, historia. La crisis me estaba enriqueciendo; la crisis y las manifestaciones habían conseguido fomentar en mí un notable emponderamiento, una especial confianza en mi capacidad de indignación como sujeto cuya participación en la indignación general puede contribuir a mejorar el estado de injusticia que vivimos. Fantaseaba, me imaginaba una o dos semanas en la cárcel; y pensaba que una de las cosas que iba a echar de menos era estos paseos previos al alba; por lo demás mis pocas obligaciones bien podían aplazarse; viviría otra experiencia más; tendría dilatados momentos de lectura, no necesitaría fregar los platos ni limpiar las cacas de los perros. Nunca estuve en la cárcel, pero estarlo por los motivos que esgrimen como delictivos desde el Ministerio del Interior, iba a ser un gran honor. Pero sobre todo pensaba en la gran cosa que sería que una parte importante de la población se negara rotundamente a pagar determinados impuestos, esa salvaje subida del IVA, por ejemplo, se decidiera a tomar la calle de pueblos y ciudades sin violencia pero efectivamente, una desobediencia unánime que pusiera patas arriba todas esas bufonadas legales que hacen que nuestros impuestos sirvan para socializar las pérdidas de los banco y no para tener una sanidad y una educación racional.

Sin embargo siempre queriendo dejar atrás una pesadilla, aun con la certeza de que al día siguiente nos despertaremos y volveremos a encontrar al dinosaurio; esa maravillosa síntesis de los microrrelatos de Luis Felipe Lomelí (¿Olvida usted algo? -¡Ojalá!) y de Augusto Monterroso (Cuando despertó el dinosaurio todavía estaba ahí).

A poco de dejar a mi espalda el punto más lejano de mi recorrido quise echar un vistazo a la luna y, decepción, ya no quedaba rastro de ella, se había hundido en un horizonte empastado en el azul sucio y tiznado de poniente. Por demás, a los lados del camino se abría un paisaje nuevo que no había podido ver en la oscuridad de mis paseos anteriores: sobre el suelo pardo, salpicado de terrones diseminados, erráticos como sobre una superficie lunar, crecían puntiguados como pequeñas lanzas saliendo de la tierra, los tiernos brotes de la cebada. Curioso comportamiento el de algunas plantas que vienen a crecer y desarrollarse precisamente a contracorriente de la generalidad: mira que ocurrírseles venir a la vida en esta época, precisamente cuando el frío comienza a crecer y la luz a disminuir, pudiéndolo hacer en primavera...


Cuando me dirigía a la cabaña, ya con los primeros rayos del sol iluminando las alturas otoñales de los álamos blancos, me agradó escuchar el conventual rumor del agua en el estanque de los peces. Bajé a por la cámara fotográfica y decidí hacer una toma de ellos. La pondría debajo de estas líneas para amenizar el aspecto del post. La idea de la necesidad de ser desobediente todavía me iba a acompañar por un buen rato.