Pese a que me he dormido esta
mañana, la noche es todavía negra negra cuando paro el motor del coche y me
dispongo a emprender mi camino habitual. Noche de invierno con las estrellas densas
y claras sobre la bóveda del cielo.
Anoche, después de apagar el
ordenador, me quedé pensando en una frase de Luismi, contertulio asiduo de
Facebook, que ahora trabaja en Finlandia y al que recientemente un funcionario
de ese país le espetó con la afirmación de que él era un ciudadano de clase B. Total
que me dormí con esa idea en la cabeza: ciudadanos de clase A y ciudadanos de
clase B; vamos, como toda la vida, ciudadanos de a pie y ciudadanos de élite.
Siendo muy jovencito viví una
larga temporada en la Lombardía, al norte de Italia, donde aproveché para estudiar
entre el silencio de los valles de los Alpes centrales; allá, por año nuevo,
cuando mis ahorros empezaron a escasear, hice un corto viaje en auto-stop a la
vecina Saint Moritz, en Suiza, y un par de horas después de llegar allí ya había
encontrado trabajo en un hotel. Me atendió un suizo muy estirado con aspecto de
querer ser distinguido pero que quedaba en parodia de feria. Ese individuo,
mientras cumplimentaba mis papeles de inmigración, me soltó que tendría que
trabajar duro, que los españoles teníamos demasiadas vacaciones y que así nos
iba. El administrador, después le conocería mejor, trabajaba de sol a sol y su
rostro de vinagre era toda una institución entre los trabajadores del lugar,
esa clase de gilipollas que dejan su vida en el trabajo y que piensan que el
dinero lo es todo; la resistible ascensión de la memez que hace a algunos
creerse ciudadanos de clase A.
El amigo Luismi estaba
verdaderamente cabreado por este tipo de asuntos, por eso y el rumbo que están
tomando las cosas en Europa. Si hubiera que hacer cuentas de los mecanismos de
que se vale una masa de cretinos para hacer valer sus criterios y para amasar
fortuna y poder, es probable que nos encontráramos con que no son muchos los
componentes de su estrategia. Hacer creer al contrario, al enemigo, a la gente
de a pie, al que se quiere tener bajo la suela del zapato, que uno es superior
está en la clave del éxito. Son las artimañas del escalonado ascenso del poder.
Esta mañana, sin ir más lejos, me encontraría, encabezando la portada de Público, este titular, referido a los
nuevos programas educativos: Wert no ve
necesario saber de revoluciones. Esa es la táctica, dejar en la ignorancia
desde los primeros años de escuela al personal, que nadie sepa que hubo y hay
otras opciones, borrar de la historia la Revolución Francesa y todo lo que se
le parezca, todo aquello que perjudique esa idea que hemos tenido siempre de
ciudadanos de clase y alcurnia, reyes, nobles, burgueses, adinerados, seres escogidos
traídos por Dios para regir el mundo (ya se encargó siempre la Iglesia Católica
de santificar esta idea). No saber, no querer ver, que nos quitan las cuatro
prendas que llevamos puestas y quedamos todos desnudos, en bolas, más iguales
que cualquier bicho parido de hembra.
Hasta aquí, estrategia primera,
inocular en los cerebros la idea de que hay clases superiores y parias; en la
India fueron los brahmanes los encargados de inventar estas delicias de las
reencarnaciones a fin de que la casta "superior" pudiera vivir de
aquellos otros que en la vida les había tocado limpiar letrinas y satisfacer
humildemente las necesidades de la clase eminente; en Occidente la connivencia
entre los poderes fácticos y la Iglesia hizo un trabajo similar. Ni qué decir
tiene que cuando uno nace en un ambiente en el que esta mentalidad impera, el
listillo de Wert lo sabe muy bien, la mitad del camino del sometimiento está
hecho, de ahí la idea de desterrar de las clases de historia todo aquello que
moleste a los objetivos de la llamada clase dominante, de la convenida decadente clase política; cuando se crean los
condiciones precedentes es muy muy
arduo quitarse de encima esa idea de que uno es inferior, es algo que se introyecta
hasta formar parte del individuo y hacer de él un esclavo sin que éste se
aperciba de ello. En una ocasión coincidí con un hindú en un largo viaje en
tren en India, que me llevaba de Ahmedabad a Calcuta; según el sistema de
castas él era un dalit, un paria. Hablamos bastante durante el viaje, el tema
recurrente era el mismo, esa incapacidad para librarse del estigma que la
religión hindú, a través de sus brahmanes, le había echado encima. Yo no veía
delante de mí más que a un currante, un hombre cobrizo corriente, de aspecto
inteligente y vivo, pero él se veía a sí mismo otra cosa, un servidor, un
paria, un desgraciado, un esclavo. ¡Santo cielo!, me decía, ¿será posible que
este hombre no entienda que es un hombre tan igual como otro cualquiera, brahmán,
jefe de gobierno, rico, pobre, campesino, ciudadano sin más?
¿No es esa chusma, el funcionario filandés,
los Wert de turno, el fasto que usa el Vaticano, el apartheid, esos reyes que
recibieron siempre el poder directamente de Dios hasta convertirse en cazadores
de elefantes, la adoración que hacemos del becerro de oro, la distinción en el
vestir, la ostentación de un lujo infamante, subordinados de adopción; elementos
que mamados desde la tierna infancia hacen de nosotros esa carne de cañón que
necesita el sistema, todos los depredadores de este planeta, para tenernos
tranquilos y sometidos a su servicio, atendiendo a sus exclusivos fines de élite,
de clase.
¡Por favor...! Cómo vamos a
pretender fomentar una escuela con sentido crítico, una escuela que cuestione
el sistema, que busque el bien general, que trate de ayudar a los más
necesitados, que fomente la solidaridad, la creatividad, como conversaba el
otro día con Javier Casado, uno de los contertulio de las redes sociales
interesado por los temas de educación. Sería un nefasto error táctico. Los
tiros van por otro lado: primero, que cunda la idea de que hay ciudadanos de
clase A y ciudadanos de clase B, que lo sientan como propio, que ello esté
hundido hasta los tuétanos en el cerebro de cada persona; segundo, anular la
capacidad crítica, españolizar al universo entero, vascos, catalanes, a san
Pedro Bendito; y tercero, copar la teletonta y el resto de los medios y
amordazar al personal, crear una amplia mayoría silenciosa que se limite a
introducir su voto cada cuatro años en una urna, como decía el otro día desde
Nueva York ese cadáver andante de la barba.
Tan negra es la noche y tan fría...
Sin embargo, hay que seguir en la brecha, y dar a Dios lo que es de Dios y al César
lo que es del César, le escribía anoche a Luismi, vamos, no dejarse arredrar
por tanto desafuero y saber en todo momento cuándo tenemos delante a un simple
y banal gilipollas, sea este funcionario finés o delegado del gobierno de
turno.
Tan negra es la noche y tan fría...
El rey de la noche, Orión, es tan luminoso esta madrugada... Hoy el cielo está
muy hermoso, oscuro, pero hermoso. También la oscuridad puede ser bella, sinónimo
de esfuerzo contra la adversidad, la intemperancia o el rigor del frío; la
oscuridad de la cueva del Minotauro. Para salir del laberinto no nos queda otra
que, convertidos en Teseos, seguir ese hilo que Ariadna puso en sus manos, en
nuestro caso una educación que fomente el sentido crítico y la creatividad y
que eche por tierra todo ese tinglado ideológico, una barrera invisible pero
tan real como el muro de la película de Buñuel, que hace de unos pocos los
detentadores del poder.
Tan negra es la noche y tan fría...
Mis manos están entumecidas. Al término de mis reflexiones, cuando mi camino
toma la dirección de levante, cruza el horizonte una luminosa y pálida claridad,
el velo del alba ha comenzado a ascender hasta tocar el punto brillante de
Venus, suspenso a esta hora en el cielo de levante como heraldo que fuera a
recibir el santo y seña de un cambio de guardia.
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