La necesidad de sentir que uno existe, que la vida pasa/ha
pasado densa por nosotros, que hemos hecho un buen trabajo, sacado lo mejor de uno,
que hemos avanzado en el conocimiento de los actos inútiles gratificantes, se
extiende a veces por el interior de uno como una mecha de pólvora capaz de hacer saltar
por los aires nuestra "juiciosa" mentalidad de occidentales habituados
a disfrutar de un nivel de vida muy por encima de los recursos que este planeta
puede ofrecer sopena de dejar a las generaciones futuras en porretas. Algo así
como si uno sintiera una llamada de muy más allá que lo invitara a la
austeridad y a la adopción de un tipo de vida centrada en el individuo y en una
sociedad más humana y cercana a los valores fundamentales.
Leo esta mañana en la prensa una entrevista al fílósofo
Carlos Fernández Liria: “El capitalismo ha colonizado el mar, la tierra y el
aire. Aún así, todavía le quedaba el mundo intangible por conquistar. Se han
deshelado los polos, se ha contaminado la atmósfera, se ha esterilizado el
suelo. El mundo de los negocios ha llegado incluso a cambiar de sitio los
glaciares. Ha reventado el subsuelo terrestre con cientos de pruebas nucleares.
Ha agujereado la capa de ozono en la estratosfera. Ha desquiciado genéticamente
las semillas. ¿Por qué iba a dejar en su sitio el mundo de las exigencias de la
razón? ¿Por qué iba a respetar la Verdad o la Justicia sin intentar sacarles
partido económico?” Ese capitalismo al cual, aunque nos pese muy mucho, todos coadyuvamos
desde que por la mañana temprano hasta la hora de acostarnos cuando optamos por
incorporarnos a un estilo de vida que de exportarse a todos los habitantes de
India y China, por ejemplo, como aseguraba el otro día José Mujica, presidente
de Uruguay, acabarían con todos los recursos naturales en unas décadas, no
dispondríamos del oxígeno necesario para todos.
Un numeroso puñado de cretinos están arruinando el
planeta... pero con nuestra colaboración, con nuestra imprescindible anuencia tácita
y participativa, con nuestros hábitos de consumo. El mecanismo de ese
capitalismo lo llevamos introyectado cada uno de nosotros cuando deseamos un
coche mejor, una casa más amplia, unas vacaciones determinadas, el ipad de última
generación. Nos dejamos engañar con tanta facilidad, nos engañamos a nosotros
mismos de una manera tan ingenua que uno se siente animado en los momentos de
lucidez a coger un cincho y fustigar con él su incoherencia.
De esa incoherencia arranca acaso el principio del
primer párrafo de hoy, y no como un elemento de razón para convencernos de que
este mundo que vivimos hay que cambiarlo en función de una justicia
distributiva mayor o pensando en que nuestros sucesores también habrán de tener
derecho al pan y al agua del planeta, aunque también esto cuenta, sino, sobre
todo, como una llamada a un retorno a los valores esenciales. Necesitamos un
ajuste con el medio en que vivimos, una racionalidad en el uso de los recursos,
un retorno a la tierra y a una vida más centrada en las personas como tales y
no como instrumentos de nuestros intereses o nuestra economía.
Sin embargo el que más o el que menos está atrapado
en algún condicionante, nuestro ajustado presupuesto casi siempre, dado la
diversidad de pagos que tenemos que atender, nos obliga a comprar en grandes
supermercados en vez de en las tiendas de barrio, a buscar unos enseres en Ikea
en vez de acudir al pequeño negocio de enfrente; también, aunque disminuyamos
el número de nuestros vuelos de recreo, nos sentimos inclinados a darnos una
vuelta por París o Londres, o Venecia muy conscientes siempre del grado de
contaminación que esas prácticas conllevan; de la misma manera escasea el agua,
y uno está dispuesto a hacer lo que sea, pero nunca a renunciar a la ducha
diaria. El sistema, ese ente abstracto al que parecemos todos dirigirnos para
echarle las culpas, el sistema, el mercado, somos todos.
En los últimos reyes alguien me regaló un tomo de Edgar
Morin, La vía. Un montón de
propuestas para salir del atolladero en el que estamos metidos, otro modo de
entender la vida y la sociedad y de vivir en una relación menos agresiva con el
medio ambiente y sus recursos. Pese a ser un libro recomendable e interesante,
es el volumen de Morin que menos me ha gustado, no encontré en él la fuerza que
debería guiarnos a vivir una vida más en consonancia con la naturaleza y con
una humanidad que a mí me gustaría más próxima al espíritu sencillo propio de
quien vive en contacto con las ideas, la tierra, la gente; un mundo que
acaso esté por inventar, porque desechando gran parte de la parafernalia tecnológica
apreciaría, sin embargo, la presencia de Internet; siendo consciente de que los
libros contribuyen en gran parte a humanizarnos y a ser libres, desearía que
estos pudieran estar a disposición de todos en todo momento; deseando vivir en
este planeta de una manera más simple tendría que evitar a toda costa
esquilmarlo. De hecho tengo un ejemplo en mi familia muy cercano que se acerca
a este tipo de ideal, mi propio hijo Mario (El habitat de Mario son las laderas
de la sierra donde se construyó una choza; allí vive, alimentándose de una
pequeña huerta y de la leche y carne de unas cuantas cabras), con quien de vez
en cuando tengo alguna diferencia, pero que en términos generales cumple ese
sacrosanto deber que debería correspondernos a todos de vivir en paz con nosotros
mismo y con nuestro entorno; vivir y dejar vivir.
Mario construyendo la choza con alpacas de paja |
La necesidad de sentir que uno existe, que la vida pasa/ha
pasado densa por nosotros, que hemos hecho un buen trabajo, sacado lo mejor de uno,
que hemos avanzado en el conocimiento de los actos inútiles gratificantes, se
extiende a veces por el interior de uno como una mecha de pólvora capaz de
hacernos cambiar de modo de vida. No se trata de volver al campo y encerrarnos
en él como bucólicos añorantes de pasados siglos, ni tampoco de volver a la
selva y a la ignorancia, sino de reconstruir sobre la base de nuestro
conocimiento de la realidad actual y pasada un modo de vida en que el orgullo
de nuestra individualidad, nuestro trabajo, nuestro conocimiento de nosotros
mismos y de los demás, nuestras relaciones, el afecto, nuestro acercamiento a
los valores fundamentales del hombre sean la constante esencial de la vida.