Fidelidad


El Chorrillo, 2 de agosto

Le dedico este post a Victoria, 
ahora que anda con su amigo 
Antonio paseándose por Europa.

Tomo como referencia para comenzar estas líneas un comentario de Montse Castellanos que aparecía hoy en Facebook.

Había comenzado a contestar en estos términos: Estando como estoy, a la fresca, como tus gatos, y bajo el agradable chorro de aire del ventilador, la verdad es que todo me parece bien (¿por qué no me ha de parecer bien que unos piensen de una manera u de otra?). El aspecto que no me cuadra es el uso abusivo que hacemos de las palabras. Me parece bonito eso de ser fiel a algo o a alguien, es decir soy solidario con alguien, estoy de acuerdo con él, le tengo cariño, afecto o, como decía el más arriba Trini Rovira, soy honesto contigo; mi respeto por ti, quien sea, es tal que no necesito ni censores, ni policías, ni notarios que lo ratifiquen... pero de ahí a querer hacer del término fiel un término de exclusión, una bandera moral, va un trecho.

La hortelana y el caminante atravesando la Patagonia a pie

...De hecho el término fidelidad en la lengua de la calle, creo, se ha acuñado explícitamente para indicar de alguien que no tiene relaciones sexuales con otra persona diferente a la que se supone debe fidelidad. El que las relaciones sexuales tengan que pasar por este tipo de peajes, fidelidad o no fidelidad, yo creo que es un indicativo de una sociedad deficientemente madura que necesita en su vida privada la presencia de la policía o de los jueces para resolver problemas íntimos. Todas estas cosas están impregnadas de la moralina de la Iglesia, obsoleta institución en proceso de extinción siempre tan preocupada por tratarnos como a niños pequeños a los que hay que decir lo que tienen que hacer y pensar en todo momento y circunstancia.

Con una incorporación del sexo a la vida normal, natural, espontánea, llámesele como se quiera, seguro que todas estas digresiones sobrarían. Que los celos, avalados en la práctica por la Iglesia y la sociedad más conservadora, anden por ahí campando a sus anchas y haciendo de las relaciones entre hombres y mujeres un campo minado en donde hay que moverse con extrema precaución si no quiere uno salir volando o ser la comidilla en la telebasura, que los celos tengan tanta capacidad para imponer su ley entre nosotros es jodidamente perverso, algo que de ir uno a confesarse debería contar como pecado mortal (el fuego eterno para todos ellos... ese lenguaje de la estimadísima y magnífica institución eclesial), algo feo y de mal gusto. Yo te quiero para mí solo, para mí sola, y que no se te ocurra echarle una miradita excesiva a la vecina, a la tendera de exuberante presencia porque si no... joder. Esas cosas deberían pertenecer a la oscura historia del hombre de las cavernas. Todavía recuerdo con cierta sonrisa en los labios un día en que yendo en el autobús con mis recién conocidos futuros suegros, hace de ello cerca de cuarenta años, él organizó una de campeonato en un autobús abarrotado a un viajero porque éste había echado un par de miraditas a su esposa, que por entonces debía de contar unos cincuenta años. El pollo que montó, que fue notorio, en un autobús en donde uno apenas podía moverse, da idea de ese sentido de propiedad que ha acompañado en nuestra cultura a las relaciones hombre-mujer. No hacía falta entonces traspasar el Mediterráneo y pasearse por el mundo árabe para ver qué concepto teníamos de la mujer. La enfermedad de los celos, liviana o como salida de lo más hondo, debería ser algo personal que los interesados deberían tratar como se trata un constipado o, si es grave, como un caso clínico de profundas raíces en lo más jodido de nuestro yo. Poseer un sentido de la exclusividad demasiado abultado debería ser motivo de alarma... ¡socorro, bomberos!, algo a tratar por un analista competente y versado en el arte de vivir y dejar vivir.

Vamos, que entre los celos, la exclusividad, la Iglesia Apostólica y Romana, el deseo de maniatar al otro, los obispos, las llamadas buenas costumbres y otros muchos inventos fabricados para hacer de un adulto un ser sometido a toda una abundante panoplia de limitaciones, uno está tan mediatizado y condicionado que tendría que someterse, como quien se somete a una cura de aguas, a un permanente tratamiento desinhibidor a fin de ponerse a salvo de todos estos peligros que, como cocodrilos en el río ese de la vida del poeta Jorge Manrique, están con las fauces abiertas en sus orillas a lo largo de la existencia intentando zamparse a cada momento la cosa más linda que tenemos, nuestra libertad, nuestra capacidad para pensar y decidir por nosotros mismos sobre nuestros asuntos privados.

Que uno quiera practicar eso que llamamos fidelidad, como decía Montse Castellanos en su comentario, perfecto... faltaría más; si mañana me marcho a Montserrat o la Pedriza, todos los caminos que pueda elegir son posibles, derecha, izquierda, río abajo, la ruta de las Torres, el collado Ventana. Pero, me pregunto, ¿qué utilidad tendría si me dijera a mí mismo que sólo debo transitar por tal o cual senda, ser fiel en los términos usuales, prohibiéndome el resto de las posibilidades? A lo mejor es un tanto chunga la comparación, pero no se me ocurre otra cosa; que el ejemplo sirva en la medida de lo posible para ilustrar lo que quiero decir... Yo de hecho repito con frecuencia determinados recorridos, porque me gustan, porque atraviesan lugares verdaderamente hermosos o porque aquí o allá hay un rincón acogedor en donde el riachuelo se remansa y puedo meter mis pies cansados a refrescar. Pero de ahí a negarme otros caminos, otras rutas, otros cuerpos... aparte de esa cosa que llamamos curiosidad, esa cierta gracia insospechada que tiene lo nuevo y que nos puede llevar a un gracioso rincón, a un cuerpo desconocido y acogedor. Se puede reducir la cosa al absurdo: ¿Qué pensaríamos de un camino, una ruta que pidiera ser recorrida día tras día, año tras año ininterrumpidamente, arriba y abajo, siendo tantos los caminos y las otras posibilidades? Aquí podría bromear con algunas palabras de Ortega y Gasset, que decía: ¡Es que uno es uno solo, mientras que ellas, ellas son tantas...!, al menos eso decía Salvador Pániker que decía el señor Ortega y Gasset, una realidad que pone en evidencia nuestra, ay, infinita limitación.

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Alguna cosa curiosa.

En el diccionario de la Real Academia no aparece la palabra fidelidad, aunque se la cita en la entrada fiel, es decir, quien muestra fidelidad. Curiosamente el ejemplo que propone es muy sintomático de por dónde sigue respirando la oficialidad académica de la RAE: "Somos fieles a la patria y a la familia"
En el The Free Dictionary se define como:  Firmeza y constancia en los afectos, ideas y obligaciones.

En una página denominada www.definición.de, encuentro esta entrada relacionada con el matrimonio que me parece interesante: En la vida matrimonial el concepto de fidelidad está muy devastado; hay quienes creen que el ser humano no es naturalmente monógamo por lo que el intento de establecer una vida estable junto a otra persona de por vida es ir contra su naturaleza, esto explicaría por qué es tan común que las parejas duren poco y que el concepto de familia haya cambiado tanto en los últimos años. Posiblemente, el día que el ser humano acepte que nació para ser libre y no se deje atar y estructurar para tantas barreras ideológicas, el concepto de fidelidad en una pareja desaparecerá.


Miré algunas páginas más, en ninguna encontré la acepción usual con que se usa normalmente en la calle, que es precisamente a la que yo me refería, es decir, no tendrás relaciones sexuales con otra mujer que no sea aquella a la que guardas fidelidad. Si por fidelidad tuviera que atenerme a la acepción que da el The Free Dictionary, es decir, fidelidad como firmeza y constancia en los afectos, ideas y obligaciones, este post no tendría que haber sido escrito. Comparto plenamente este concepto de fidelidad.