Sentimiento de amor



El Chorrillo, 07/08/2013


Ahí va un tema de Triana para acompañar 
la lectura: Sentimiento de amor.


Cierto frufrú, roce de telas, brisa, viene a mezclarse como música de fondo a mi lectura de esta tarde. Primero agitó las ramas del crepúsculo cierto personaje femenino de Huxley que quedaba embelesado escuchando a su, acaso, amante futuro; ello me llevó a una carta que recibiera muchos años atrás que venia encabezada por unos versos del Cantar de lo Cantares. Era un nueve de enero de hace muchos años. Aquellas líneas comenzaban así: "¡Quién me diese que fueses hermano mío... para que al encontrarte en la calle pudiera besarte...!" Quién iba a decirme a mí, que tanto he despreciado toda la literatura referida al sentimiento del amor, que iba a andar por ahí poniendo patas arriba la biblioteca y desalojando cajas buscando algo bonito para ti. Al final recordé la Biblia. Eran los comienzos de una hermosa aventura amorosa. De pronto, en mitad de un árido invierno que no preludiaba nada bueno se hizo la luz y, al otro lado de un pasillo donde trabajaba, encontré a mi alma gemela, una mujer pequeña y esquiva con la que viví una extraordinaria experiencias espiritual.

Curioso que después de siete años de no ver a una persona ésta venga de nuevo a uno con esta fuerza no ya del anhelo sino como si el amor, inquebrantable y cabezota él hasta hacerse incomprensible y producto de una locura, volviera a recordarnos una verdad esencial que acaso quedó traspapelada entre los despechos y los sufrimientos de un naufragio. Ese sentimiento refluía a mí hoy entre las ranuras de la tarde recordándome que acaso decimos demasiadas tonterías sobre algo que en sí es indefinible, el amor.





Estos días de soledad en casa tienen a veces una extraordinaria capacidad para llevar mis sentimientos y recuerdos a un espacio que no siempre está disponible, lugar encantado, rincón en donde las vivencias pasadas cobran un extraordinario y maravilloso peso; vivencias cuya capacidad para llegar hoy tan límpidas y tan como si se tratase de ayer mismo a mi ánimo, yo reconozco como testimonio de un amor que acaso permanezca entre mis vísceras como ejemplo de unos sentimientos que no controlamos y que son parte íntima de nosotros sin que nosotros seamos realmente conscientes de ello. Probablemente tenga razón Cioran cuando dice que solamente el amor a distancia, el amor que crece alimentado por la fatalidad del espacio, sólo ése, se presenta como estado puro, y de ahí esa constante reaparición de la persona amada por encima del espacio y del tiempo. De ahí que probablemente llegar al amor sea uno de los grandes logros de nuestra humanidad, pues, dice Cioran, en el amor nos degustamos, nos saboreamos a nosotros mismos, nos dejamos seducir por el goce de nuestro pálpito erótico. Cuando amamos somos nuestro más magnífico yo, lo mejor de nosotros, de ahí que llegar a amar constituya el gran descubrimiento de nosotros mismos, nuestra gran realización; nunca podremos ser más generosos, más altruistas, más solidarios, más entregados a otros que cuando amamos. Uno de los rasgos esenciales del que ama es sin duda esa necesidad que se vive de entrega por el ser amado. De esa manera es como somos capaces de descubrirnos a nosotros mismos; antes de ello es muy probable que no llegáramos ni siquiera a sospechar hasta qué punto podíamos ser capaces de entregarnos, de vivir para otro.

Quizás no haya cosa de la que todos creamos tener una gran estima y un conocimiento personal como nacido del fondo de nuestras entrañas como de eso que llamamos amor. Uno da una patada a una piedra y de debajo de ella salen enseguida cientos de interpretaciones, de ella mismo o de alguna de sus primas hermanas, como le decía el otro día a Trini Rovira en uno de lo comentarios que aparecen por este blog.

Ante la brisa que empezaba a sonar entreverada en las páginas de mi lectura, la primera medida fue dejar a Huxley y tratar de localizar el Cantar de los Cantares. No tenía ganas de subir a la casa e indagar en la vieja Biblia de Nácar-Colunga lo que buscaba, así que me fui directamente a la tienda de Amazon.es y compré por dos euros un ejemplar para mi kindle, la traducción de Fray Luis de León. El libro de Edurne Pasaban ya tiene compañía para unos días, primera línea de la lista de espera de mis lectura. El amor por la montaña y el otro amor, el objeto de estas líneas.

Ya va para una década de nuestro desencuentro, y el que la cosa, otra dichosa palabra, vuelva a resucitar hoy al calor del escenario de una novela, propiciada por mi soledad estos días en casa y mi consiguiente predisposición para recrearme en la memoria, es un síntoma de buena salud, no ya por aquellos días de cuando el naufragio y los sufridos años posteriores, sino porque ahora los recuerdos y las sensaciones viene en son de paz y más, me traen algunas ideas que confirman después de tanto tiempo la certeza de mis intuiciones sobre qué sea el amor.

Esas cosas que suceden entre hombre y mujeres; todo un universo para gastar la vida en él. El otro día Trini intentaba aproximar una definición formal comenzando a decir que es un vínculo entre dos personas que permite el crecimiento y la libertad de ser él o ella misma. Es probable que ello encierre cierta idea de lo que debería ser, sin embargo de hecho quien está enamorado, por encima de cualquier otra consideración práctica, en lo que se convierte es en un alienígena... en el mejor sentido de la palabra, claro. Uno, de ser una persona corriente y normal pasa por obra y gracia de haber conocido a otra persona a comportarse como un extraño ser cuya cabeza está totalmente repleta por la imagen, por los  sentimientos hacia otra persona. Uno ha entrado en fase de locura. Claro, claro, esto no es amor, esto etc., etc, diría muy cautamente alguien. Pero yo no lo tendría tan claro... al menos en algunos casos. Pongamos que la situación se prolonga durante unos cuantos años, que hay sus correspondientes alto y bajos, más, se produce una separación e incluso después de esa muy larga separación uno se encuentra, mientras por la ventana de la cabaña esa tarde ve agitarse el rojo primoroso de las flores de la caña indica, con que los sentimientos, depurados por los años, vienen al asalto, como si de conquistar el lugar se tratara, a proclamar a lo cuatro vientos su estado de gracia, su amor, su fidelidad por alguien que una década atrás fue su amante, y a quien hoy, sin saber acaso si esa persona está todavía viva o trasladó su residencia a Marte; pongamos por caso, ¿cómo llamarías entonces a ese sentimiento? Este sentimiento de amor, que canta Triana, ¿qué es entonces? En los rincones del alma, como en los arcos y barandales de un puente bajo el cual un río ha crecido desmesuradamente durante el invierno, quedan enganchados los restos de una riada, troncos, ramas, limo. Así la vida del amante que descubre tras una década que en su interior los restos de aquel amor persisten como testimonio de algo que a él se le escapa definir o nombrar.

Hay cosas que se niegan a ser definidas y que a la existencia, que define Shakespeare en Macbeth como que no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más…; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa; que a la existencia le vienen tan grandes que ésta queda profundamente admirada de su aparición. De ahí el alucine que uno vive cuando se enamora.  


Cioran expresa reiteradamente en su obra la idea de que el conocimiento mata, no es la razón la herramienta idónea para polemizar sobre el amor. Dice éste en El libro de las quimeras: Un elevado conocimiento está sólo a medias en el círculo luminoso del intelecto; la otra mitad tiene sus raíces en el oscuro suelo de lo más recóndito; de suerte que un gran conocimiento es ante todo un estado de ánimo y sólo en su punta más exterior está el pensamiento, como una flor. Algo así parezco entrever dentro de mi esta tarde de viento cuando trato de definir qué sea eso del amor, el gran conocimiento proviene de mi estado de ánimo, la flor es sólo el intento de explicarme.