Sus ansias de
plenitud anidaban
como pájaros
en las ramas más
recónditas de
su ser.
(Otoño, A. de
la Madrid )
No oí el despertador, tampoco el
timbre de alguien que llamaba temprano a la puerta de nuestra casa. Adivinaba
que había amanecido pero mantenía lo ojos debidamente cerrados con el ánimo de
defender el espacio encantado que se había formado en torno a un duermevela al
que sólo le preocupaba la continuación de ese presente que tan pronto habitaba
el paisaje de un sueño que no era capaz de recordar como se nutría de la
autoconciencia de bienestar que lo invadía. Después comenzó a llover, algún
trueno rasgó el espacio de la mañana. Fue entonces que decidí que no se era
necesario hacer el paripé de no haber oído el despertador para seguir
remoloneando en la cama. Era la decisión consciente de construir un particular
espacio para la mañana del día que comenzaba. Nada de levantarse, nada de
rehabilitación, nada de caminar un rato, nada de nada, remoloneo absoluto
ovillado en el bienestar de las sábanas, en la lluvia que empezaba a abrirse
paso a raudales sobre los cristales de las ventanas.
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Otoño: vínculo de librería |
Así la mañana empezó pronto a
llenarse de contenido. Desde días atrás, desde que accidentalmente tropecé con
un antiguo blog mío abandonado a su suerte desde hace años, Apuntes de otoño, se titula, la palabra
otoño bailaba en mis pensamientos con una fuerza capaz de convocar y
desentrañar antiguas claves de una vida. De aquel blog había nacido una
novela que, olvidada en lo estantes de mi cabaña, me reclamó enseguida. Seis
historias de mujeres que habían ocupado en algún momento de mi vida un espacio
emocional y afectivo importante y que se hicieron hueco inmediatamente en mí
obligándome a dejar otras lecturas para ocuparme de ellas. Su título era Otoño.
Ante la lectura de las primeras páginas, intensas y evocadoras de un
tiempo dorado, mi proyecto inmediato de caminar la costa del Mediterráneo empezó a tambalearse substraído por la llamada
del entorno otoñal, sustituido casi de repente por la idea de resucitar aquella espléndida estación a que dio lugar el blog y la novela subsiguiente. Así fue cómo
empecé a pensar en la posibilidad de recorrer en el próximo mes octubre los
hayedos y bosques de España que habían servido años atrás para llenar páginas y
páginas de una bella e inesperada prosa de la que había empezado a disfrutar
con la admiración de quien descubre a un autor nuevo del que enseguida va a
querer leer todos sus libros.
El otoño había irrumpido imparable
en mi campo visual. Y era este mismo otoño el que de temprano se abría paso en
mí esta mañana, fresco, lleno de la profunda errabundez que corrió por mi
cuerpo aquel año, lleno con los recuerdos que lo acompañaron, pleno de los paisajes dorados repletos de la lluvia de aquel viaje. Mi cuerpo se adormecía,
la lluvia y el viento envolvían mi cabaña con contundencia dándole el aspecto
de una cabaña de bosque azotada por la tormenta; los rayos traspasaban el
umbral de mis párpados y encendían pequeños resplandores en mi retina.
Hubo un momento que imaginé o
soñé, tan ambiguo era el límite entre el sueño y la vigilia, sentirme a punto
de morir, quizás ya suficientemente mayor, no sé, el caso es que todo era tan
normal, tan se acabó sin más, tan bonito... se desprendía cierta satisfacción
en mi ánimo en aquella situación, morir era algo absolutamente normal en donde
no cabía ni rastro de drama, era como el tránsito de la mañana a la tarde. En
esta contemplación andaba cuando empezó a correrme por lo geniales cierto rumor
venido como de muy lejos. Acaso tuviera que ver con un post que escribí no hace
mucho que, titulé Vida y muerte. La
tormenta rugía fuerte sobre mi cabaña, la lluvia y el viento reproducían algo
del pandemonium propio de la ocasión; la relación entre vida y muerte de que
hablaba en el post debió de convocar a través de mi hipófisis las onduladas
caderas de un cuerpo de mujer. Así fue que pronto apareció en el umbral de mi
conciencia la imagen de uno de mi sueños eróticos más frecuentes; en esos
momentos que preceden a la muerte había encontrado, oh cielos y tierra, la
deliciosa suavidad de un culo de terciopelo que mis manos acariciaban a la
altura de la cara infinitamente abstraído, concienzudamente empeñado en llegar
al momento último de mi vida surcando con la yemas de mis manos lo más
entrañable del cuerpo femenino que durante toda mi vida había llenado mi deseos
de plenitud; mujer sin rostro primero, pero más tarde saliendo de la ambigüedad
en la candidez de una sonrisa, en el candor de un gesto, una mirada; en esos
rostros cabía encontrar la esencia de todos aquellos que durante la vida habían
contentado mi animo con su presencia real o imaginaria. La tormenta, la lluvia,
la muerte, aquellos cuerpos de mujer de tan contundente realidad a hora tan
temprana, terminaron por llevarme al jardín encantado de una delicia
sollozante.
Pero el otoño y la lluvia seguían
ahí, imperturbables, llenos de sugerencias y de necesidad de dejar transcurrir
la mañana empapado en la sensaciones que ésta generosamente me iba susurrando
al oído. Quedaba como un eco en el aire la idea de morirse acariciando un
cuerpo, siendo acariciado por él; sugestiva imagen que no dejó de acompañarme
durante toda la mañana. Nada tenía sentido, el tiempo era un invento baladí y
vivir o no carecía ya de importancia, sólo existía aquella suave textura de
piel de melocotón entre mis manos.
La tormenta empezó a ser tan
aparatosa que terminé levantándome para asegurar las ventanas. La puerta
permaneció abierta. Me traje a la cama el libro que anoche había dejado sobre
mi mesa de trabajo. Traje hacia la cama el baúl de mimbre y, colocando la
almohada sobre él, me acomodé como si estuviera en una chaise-longue. El otoño
de la Laguna Negra
se derramaba por la portada. En su comienzo el libro recogía impresiones y
viviencias dispersas de aquella estación, después entraba de lleno en lejana estación de un pequeño pueblo de la
Lombardía ; el capítulo se titulaba Giovanna, un tiempo muy especial de mi primera juventud, un primer
amor, el esplendor de los alerces en llamas, las lluvias interminables que yo,
entonces estudiante de preuniversitario, miraba desde mi ventana con feliz
admiración. Me sumergí en la lectura. Volví a revivir intensamente aquellos meses.
Eran las dos y media de la tarde
cuando me resolví a dejar la cama, la tormenta se había alejado y ahora el sol
entraba juguetón a través de las ramas de los árboles, una suave brisa andaba
entreverada entre las hojas de los álamos.