El
Chorrillo, 8 de noviembre
Es la segunda vez en estos días que oigo la
Sexta Sinfonía de Beethoven después
de llevar muchos años sin escucharla. Acabo de regresar de un largo viaje de un
año y, sentado en mi cabaña hojeo libros, dejo pasar el tiempo durante media
tarde hasta que finalmente me levanto, enciendo el ipod y hago sonar en los altavoces
a Beethoven, una obra que oí muchas veces junto a mi abuelo. Mi abuelo. Abuelo,
¿Cuando seremos pueblo?, le preguntaba en un mural de azulejos que veía el otro
día en Vélez Málaga, la nieta a su abuelo, ambos sentados en una barca de
pescadores varada en la playa; allí la nieta y el abuelo amigablemente de
charla mientras el atardecer caía sobre el mar.
Creo que fue aquel día frente a la tierna estampa
de abuelo y nieta charlando a la orilla del agua que yo recuperé una parte de
mi pasado ligado a mi abuelo por escenas similares en las que me recuerdo
conversando con él, oyendo música juntos en largas tardes que pasábamos juntos.
La música provenía de la radio o de un viejo giradiscos. El número de los LPs
de que disponía era lo suficientemente reducido como para que toda la música
que oí entonces quedara grabada en mi cabeza como parte del patrimonio de mi
abuelo, algunas sinfonías, música de Rossini, La
urraca ladrona y algunos
fragmentos de El barbero de
Sevilla fui capaz de
tarearlos durante años, Alfredo Kraus, no había mucho más en su repertorio. Él
insistía para que escuchara alguna obra que gustaba especialmente haciéndome
reparar con un gesto del dedo índice de la mano en alto acercado a su oreja
para que yo prestara especial atención a tal o cual instrumento, o tal o cual
fragmento de una composición. En la
Sexta era
el momento en que el campo como sumido en un silencio repentino se preparaba
para la tormenta. Es imposible para mí oír esta sinfonía sin que me venga a la
mente el recuerdo de mi abuelo. La divertida audición de La urraca ladrona era también una de sus preferidas.
Mi abuelo se llamaba
Arsenio y su oficio era vendedor de pipa y caramelos. Era muy querido en el
barrio, los niños le adoraban; cuando aquellos tenían una perra chica lo
primero que hacían era ir a visitar a mi abuelo, que tenía su puesto de pipas
en un piso bajo del barrio junto la río Manzanares, para comprar alguna
chuchería, unos caramelos Saci, un chicle Bazoca, un cigarrillo de anís, alguna
piruleta. También las mozas se asomaban a la puerta de su pequeño negocio, él
sabía darles conversación y era un maestro a la hora de dedicarles inocentes
piropos que encandilaban a las mozuelas, que parecía que pasaran por allá
animadas por el dulce sonido de las palabra del señor Arsenio que siempre
tenían la capacidad de halagar los oídos de la clientela femenina que habían
dejado la infancia atrás.
Mi abuelo se había
construido una radio galena con una serie de alambres que yo recordaba tendidos
por el techo de la habitación, y pasaba el día oyendo la radio, principalmente
radio Clásica. Le recuerdo durante gran parte del día con su sempiterna pipa en
la boca abstraído en la escucha de alguna partitura. La pequeña habitación
donde estaba su kiosco siempre era sobrevolada por grandes nubarrones de humo
de tabaco. El señor Arsenio, como siempre referían a él en todo el barrio, era
una institución y un pozo de sabiduría al que no pocos vecinos, en un barrio
donde no todos habían ido a la escuela, acudían a él para que hiciera labor de
amanuense o les leyera la carta de un pariente emigrado en Argentina o
Montevideo. Una parte importante de mi infancia, la más temprana, está ligada a
mi abuelo, al que admiraba yo en su rol de experto viajero que se había movido
con distinta suerte trabajando en su juventud por diversos países del Cono Sur,
en su papel de patriarca de una familia numerosísima que gobernaba desde su
silla de enea de pipero con los modales sosegados de a quien todo aquello de
los hijos le quedaba lejos, papel que se daba por entendido correspondía a la
abuela. El abuelo no se ocupaba mucho de sus hijos, pero ejercía de abuelo como
nadie, acaso porque la sintonía con su nieto gozaba de muy buenas salud. Tenía
fama de hombre culto y picarón al que se le respetabaen un mundo en el que
los que sabían leer y escribir no eran demasiados. Pero sobre todo mi abuelo
hasta los cinco años fue mi maestro y mi padre más cercano, la persona con la
que pasaba más horas del día mientras mi padre y mi madre iban al trabajo.
Cuando cumplí seis años y nos trasladamos de domicilio lejos ya de los abuelos,
los sábados, cuando ya estaba liberado de las obligaciones del colegio, me daba
unas larguísimas caminatas a través de los deshabitados campos junto al
cementerio de san Isidro que separaban nuestro nuevo domicilio en el barrio
Lucero de aquel otro del Manzanares junto a General
Ricardo donde ellos vivían, para ir a ver al abuelo. La idea que tengo del
papel de un abuelo procede de aquello tiempos, una época todavía en que la
personas de edad gozaban de un prestigio que les venía de los muchos años de
vida y de una larga experiencia. Eran valores que se respetaban y apreciaban.
Ahora parece que los
tiempos han cambiado y la relación de los niños con sus mayores, una vez
convertidos aquellos en el centro del universo, no parece que encuentre esa
tierra fértil que hacía de la relación de abuelos y nietos un hermoso tándem en
donde la vida incipiente y los muchos años vividos confluían en el remanso de
una amigable conversación generacional llena de afecto.