Esta mañana, tras el desayuno, inesperadamente
decidí que lo que mejor podía hacer era sentarme frente a la chimenea y leer.
El sol de la primera hora de la mañana entraba por la ventana y encendía la cal
de la chimenea hasta dejarla de un blanco de nieve. En ésta unos gruesos
tarugos de leña ardían desde el alba. Hoy había recuperado la vieja costumbre
de levantarme antes del amanecer para dar un largo paseo por los alrededores.
Como era de esperar la hora convocó en torno a mi mente algo de esa sustancia
primera que compone el disperso yo que habitamos. Mi relación con las
constelaciones, con Júpiter allá en lo alto sobre mi coronilla, la
Osa Mayor indicándome dónde debería
encontrar el norte, los recuerdos de una chica de frágil y volátil compostura,
y poco después la más lejana memoria como tantas veces de una mujer; y así, ya
iniciado mi paseo, poco después de doblar a la izquierda para tomar en la
oscuridad la incierta rodadura de un tractor que indicaba mi camino a través de
un campo de cebada empeñado cada temporada en hacer desaparecer el sendero,
pero que éste tozudamente volvía cada vez a recuperar abriéndose ya entre las
tiernas puntas verdes un paso que con el tiempo ensancharían otros caminantes;
y así, poco después, y pese a que hacía un frío que me obligaba a llevar
puestos los guantes de lana, empezó a deslizarse por mi cuerpo la vieja llamada
del deseo. El camino, tras atravesar el campo de cebada, continúa por un
pequeño valle en cuyo fondo los almendros, olmos e higueras parecen formar un
pasillo por donde discurre aquel, camino que, como si del movimiento de unas
caderas femeninas se tratara, describía leves curvas en las ya incipientes
primeras luces del alba. No atender a las llamadas que el cuerpo recibe, acaso
de allende los mares de los tiempos, algo que despierta en un perdido rincón de
la memoria, es condición de mal gusto a la que raramente me adapto; hacía frío,
ya lo he dicho, pero ello no me arredraba ante la idea de tener que encontrarme
ante una situación un tanto esotérica. Soy de la particular opinión de que
siempre que ello sea posible hay que aprovechar las llamadas que nuestro cuerpo
nos hace sea cual sea la situación en que nos encontremos. No es sólo que
nuestro cuerpo merezca nuestra máxima consideración, dado que se trata del ser
más cercano a nosotros mismos, cercano afectiva y materialmente, sino que siendo
a través de él con que nos relacionamos con el mundo, con eso que denominamos
realidad, es de cajón que todo aquello que lo pone en movimiento, lo despierta,
lo excita, debe de ser asunto al que prestar inmediata atención. ¿Por qué? Muy
sencillo, porque adormilados como estamos por necesidades espúreas, groso modo
estímulos sin chicha ni limoná que nos sirve hasta la saturación el mundo
exterior, es fácil que la llamada cristalina de una flauta o la solapada
irrupción de un corno o un fagot inesperadamente salida de entre el follaje de
la noche no llegue a nuestros oídos, saturados éstos en el barullo de los
muchos decibelios, mucho ruido y pocas nueces en la mayoría de los casos, de
las obligaciones y del transito por la ciudad. Así pues, ojo al canto, ojo a
los rumores que, saliendo de las entrañas de la noche llegan a nuestros oídos
confundidos con el parloteo de las ranas o con el canto de algún pajarillo
madrugador.
Sí, de tanto en tanto, aunque
absorbido por el sonido de las campanas que empezaban a tañir con más fuerza
cada vez, miraba los brazos abiertos y negros de los olmos sobre los que la luz
primera del alba empezaba a arrojar destellos de vaporoso malva, y me reía para
mí mismo consciente de esa curiosa conjunción de luces, sombras y recuerdos
que, ensamblados, como música de muchos instrumentos en un canto común, hacían
de la madrugada un algo hermoso a la vez que un tanto chocante. La relación de
uno con uno mismo entendida como relación a la vez, complementada, con el
momento presente de lo que a uno rodea en un instante concreto, el de esta
madrugada concretamente, puede constituir, por así decirlo, una breve pieza de
museo. Así fue esta madrugada. Nada más que decir, sólo que pasaron los olmos,
los almendros, el valle quedó atrás y cuando todo hubo concluido allá al fondo
vi pasar la negra silueta de un corredor que, como una aparición cruzaba por la
línea de luz del amanecer, hermosa y estilizada, figura de hombre de mallas
negras y movimientos de deportista avezado, elegante, cabalgando como un dios
por el filo del alba.
Había decidido leer, precisamente
un libro que algo tendría que ver, pensaba, con mi chimenea, mi fuego, el
incipiente frío que anunciaba ya el invierno. Tras los renos del Canadá, se titulaba el libro, quizás primo
hermano de aquel otro que leí años atras y que transcurría en un invierno en
Alaska en medio de una naturaleza salvaje hecha sólo para espíritus
extremadamente fuertes; Río peligroso,
se titulaba aquel otro volumen. Eric Munsterhjelm, cazador y trampero en las
regiones norteñas del Canadá, escribió unos cuantos libros que narran sus
experiencias en el escenario del invierno ártico. Quizás trate de localizar
algunos títulos más, son excelentes lecturas para degustar frente al fuego de
la chimenea después de haber caminado en la oscuridad durante las últimas horas
de la noche. Pasear a estas horas es convocar de algún modo a los rumorosos
espíritus que, como los arroyos, traen en su seno, junto al canto de sus aguas,
el caudal de sutiles intuiciones capaces de suscitar encuentros estéticos y
amorosos de notable hondura.
Después de todo leer a hora tan
desacostumbrada era seguir la pendiente de los acontecimientos que ya habían
empezado a rodar con saludable energía antes de despertarme. Así que mi
excelente disposición matinal quizás tuviera sus precedentes en el sueño que
quedó interrumpido cuando sonó el despertador a las seis de la mañana,
interrumpido precisamente en un punto que dejaba en suspense el desenlace de
una historia que me había tenido atrapado gran parte de la noche. Sólo recuerdo
algunos detalles. El sujeto del sueño era yo mismo, un adulto que aparecía como la
conciencia que se miraba a sí mismo en el papel de un niño, el cual debía
interpretar en el escenario del colegio un papel que acaso tuviera que ver con
el Hamlet de Shakespeare. Habían transcurrido los días y el niño, yo mismo
adulto, no se había aprendido el papel. Mi preocupación era grande por tal
motivo, pero tampoco hacía mucho para solucionarlo, parecía como si confiara en
que el día de la representación apareciera en mi memoria por ciencia infusa el
contenido del libreto. Transcurre mucho tiempo en esta lucha en la que el miedo
a no saber el papel en el momento preciso ocupa un gran espacio. En algún
momento se me ocurre que adoptando una actitud, un gesto, un rol determinado
acaso me sería más fácil representar el papel, y entonces pienso que sería
ideal la figura de Gregory Peck en su papel de capitán Akab en Moby Dick, hierático, inaccesible.
Seguro, me decía, que si soy capaz de meterme dentro de ese personaje podría
recitar todo sin problemas, aunque no fuera el texto prescrito, algo se me
ocurriría, de ese rostro impertérrito, solitario y duro como el granito debería
poder salir un chorro de palabras acordes con el papel que me tocaba
representar. Tras esto viene un largo fundido en negro al que sigue el telón
que se abre el día de la representación. En medio del escenario estoy yo, la
función va a comenzar… y entonces suena el despertador. Mala hostia. Lo apagué
de inmediato y volví a meterme bajo el edredón con la confusa intención de
volver a dormirme a fin de vivir cómo terminaba aquella historia. Pero otra voz
me decía que había que levantarse. Lo que en realidad yo quería era ver mi actuación resultante, oír los
aplausos del final, los vítores que habría después de representar a Hamlet con
la hierática compostura del capitán Akab sermoneando a sus marineros. Pudo la
obligación que me había impuesto de no zanganear en la cama y dar el
acostumbrado paseo de la madrugada. Despertar y querer seguir durmiendo para contemplar mi otro yo... otro día sería. Me levanté.