El capitán Akab decide pasar la mañana leyendo frente a la chimenea


 El Chorrillo, 14 de noviembre

Esta mañana, tras el desayuno, inesperadamente decidí que lo que mejor podía hacer era sentarme frente a la chimenea y leer. El sol de la primera hora de la mañana entraba por la ventana y encendía la cal de la chimenea hasta dejarla de un blanco de nieve. En ésta unos gruesos tarugos de leña ardían desde el alba. Hoy había recuperado la vieja costumbre de levantarme antes del amanecer para dar un largo paseo por los alrededores. Como era de esperar la hora convocó en torno a mi mente algo de esa sustancia primera que compone el disperso yo que habitamos. Mi relación con las constelaciones, con Júpiter allá en lo alto sobre mi coronilla, la Osa Mayor indicándome dónde debería encontrar el norte, los recuerdos de una chica de frágil y volátil compostura, y poco después la más lejana memoria como tantas veces de una mujer; y así, ya iniciado mi paseo, poco después de doblar a la izquierda para tomar en la oscuridad la incierta rodadura de un tractor que indicaba mi camino a través de un campo de cebada empeñado cada temporada en hacer desaparecer el sendero, pero que éste tozudamente volvía cada vez a recuperar abriéndose ya entre las tiernas puntas verdes un paso que con el tiempo ensancharían otros caminantes; y así, poco después, y pese a que hacía un frío que me obligaba a llevar puestos los guantes de lana, empezó a deslizarse por mi cuerpo la vieja llamada del deseo. El camino, tras atravesar el campo de cebada, continúa por un pequeño valle en cuyo fondo los almendros, olmos e higueras parecen formar un pasillo por donde discurre aquel, camino que, como si del movimiento de unas caderas femeninas se tratara, describía leves curvas en las ya incipientes primeras luces del alba. No atender a las llamadas que el cuerpo recibe, acaso de allende los mares de los tiempos, algo que despierta en un perdido rincón de la memoria, es condición de mal gusto a la que raramente me adapto; hacía frío, ya lo he dicho, pero ello no me arredraba ante la idea de tener que encontrarme ante una situación un tanto esotérica. Soy de la particular opinión de que siempre que ello sea posible hay que aprovechar las llamadas que nuestro cuerpo nos hace sea cual sea la situación en que nos encontremos. No es sólo que nuestro cuerpo merezca nuestra máxima consideración, dado que se trata del ser más cercano a nosotros mismos, cercano afectiva y materialmente, sino que siendo a través de él con que nos relacionamos con el mundo, con eso que denominamos realidad, es de cajón que todo aquello que lo pone en movimiento, lo despierta, lo excita, debe de ser asunto al que prestar inmediata atención. ¿Por qué? Muy sencillo, porque adormilados como estamos por necesidades espúreas, groso modo estímulos sin chicha ni limoná que nos sirve hasta la saturación el mundo exterior, es fácil que la llamada cristalina de una flauta o la solapada irrupción de un corno o un fagot inesperadamente salida de entre el follaje de la noche no llegue a nuestros oídos, saturados éstos en el barullo de los muchos decibelios, mucho ruido y pocas nueces en la mayoría de los casos, de las obligaciones y del transito por la ciudad. Así pues, ojo al canto, ojo a los rumores que, saliendo de las entrañas de la noche llegan a nuestros oídos confundidos con el parloteo de las ranas o con el canto de algún pajarillo madrugador.




Sí, de tanto en tanto, aunque absorbido por el sonido de las campanas que empezaban a tañir con más fuerza cada vez, miraba los brazos abiertos y negros de los olmos sobre los que la luz primera del alba empezaba a arrojar destellos de vaporoso malva, y me reía para mí mismo consciente de esa curiosa conjunción de luces, sombras y recuerdos que, ensamblados, como música de muchos instrumentos en un canto común, hacían de la madrugada un algo hermoso a la vez que un tanto chocante. La relación de uno con uno mismo entendida como relación a la vez, complementada, con el momento presente de lo que a uno rodea en un instante concreto, el de esta madrugada concretamente, puede constituir, por así decirlo, una breve pieza de museo. Así fue esta madrugada. Nada más que decir, sólo que pasaron los olmos, los almendros, el valle quedó atrás y cuando todo hubo concluido allá al fondo vi pasar la negra silueta de un corredor que, como una aparición cruzaba por la línea de luz del amanecer, hermosa y estilizada, figura de hombre de mallas negras y movimientos de deportista avezado, elegante, cabalgando como un dios por el filo del alba. 


Había decidido leer, precisamente un libro que algo tendría que ver, pensaba, con mi chimenea, mi fuego, el incipiente frío que anunciaba ya el invierno. Tras los renos del Canadá, se titulaba el libro, quizás primo hermano de aquel otro que leí años atras y que transcurría en un invierno en Alaska en medio de una naturaleza salvaje hecha sólo para espíritus extremadamente fuertes; Río peligroso, se titulaba aquel otro volumen. Eric Munsterhjelm, cazador y trampero en las regiones norteñas del Canadá, escribió unos cuantos libros que narran sus experiencias en el escenario del invierno ártico. Quizás trate de localizar algunos títulos más, son excelentes lecturas para degustar frente al fuego de la chimenea después de haber caminado en la oscuridad durante las últimas horas de la noche. Pasear a estas horas es convocar de algún modo a los rumorosos espíritus que, como los arroyos, traen en su seno, junto al canto de sus aguas, el caudal de sutiles intuiciones capaces de suscitar encuentros estéticos y amorosos de notable hondura.


Después de todo leer a hora tan desacostumbrada era seguir la pendiente de los acontecimientos que ya habían empezado a rodar con saludable energía antes de despertarme. Así que mi excelente disposición matinal quizás tuviera sus precedentes en el sueño que quedó interrumpido cuando sonó el despertador a las seis de la mañana, interrumpido precisamente en un punto que dejaba en suspense el desenlace de una historia que me había tenido atrapado gran parte de la noche. Sólo recuerdo algunos detalles. El sujeto del sueño era yo mismo, un adulto que aparecía como la conciencia que se miraba a sí mismo en el papel de un niño, el cual debía interpretar en el escenario del colegio un papel que acaso tuviera que ver con el Hamlet de Shakespeare. Habían transcurrido los días y el niño, yo mismo adulto, no se había aprendido el papel. Mi preocupación era grande por tal motivo, pero tampoco hacía mucho para solucionarlo, parecía como si confiara en que el día de la representación apareciera en mi memoria por ciencia infusa el contenido del libreto. Transcurre mucho tiempo en esta lucha en la que el miedo a no saber el papel en el momento preciso ocupa un gran espacio. En algún momento se me ocurre que adoptando una actitud, un gesto, un rol determinado acaso me sería más fácil representar el papel, y entonces pienso que sería ideal la figura de Gregory Peck en su papel de capitán Akab en Moby Dick, hierático, inaccesible. Seguro, me decía, que si soy capaz de meterme dentro de ese personaje podría recitar todo sin problemas, aunque no fuera el texto prescrito, algo se me ocurriría, de ese rostro impertérrito, solitario y duro como el granito debería poder salir un chorro de palabras acordes con el papel que me tocaba representar. Tras esto viene un largo fundido en negro al que sigue el telón que se abre el día de la representación. En medio del escenario estoy yo, la función va a comenzar… y entonces suena el despertador. Mala hostia. Lo apagué de inmediato y volví a meterme bajo el edredón con la confusa intención de volver a dormirme a fin de vivir cómo terminaba aquella historia. Pero otra voz me decía que había que levantarse. Lo que en realidad yo quería era ver mi actuación resultante, oír los aplausos del final, los vítores que habría después de representar a Hamlet con la hierática compostura del capitán Akab sermoneando a sus marineros. Pudo la obligación que me había impuesto de no zanganear en la cama y dar el acostumbrado paseo de la madrugada. Despertar y querer seguir durmiendo para contemplar mi otro yo... otro día sería. Me levanté.