El
Chorrillo, 17/11/2013
He pasado la tarde entera
descendiendo en canoa la corriente del río Athabasca al norte del Canadá.
Cuando dejo el libro a un lado, la lluvia ha cesado y la noche se ha echado
encima. Ahora suena música de Biber en lo altavoces, la cabaña está a oscuras y
aunque la sonata llena el espacio y una oscuridad que apenas matizan las
sombras de las acacias que mueven pesadas sus ramas agitadas por el viento, en
el fondo de mi retina se agita la primavera de los paisajes inhóspitos y
salvajes de aquellas tierras en las que una vez pasé un verano motivado por las
lecturas de Jack London, Bonatti y algún
aventurero escribidor. Intenté alguna vez recuperar el clima de aquel
verano en que recorrimos Canadá y Akaska como visionarios que se acercan a la
tierra prometida, pero el esfuerzo resultó inútil, por entonces muchas de mis
energías se fueron tras el alma de un sueño que había dejado aparcado al otro
lado del Atlántico. De todas maneras el esfuerzo para recuperar el clima de
viejas lecturas, de proyectos nunca cumplidos, queda siempre a una distancia
imposible de aquellas aventuras que en lo años de juventud fraguamos sostenidas
por nuestro más genuino deseo de vivir intensamente. El espectáculo de los
grandes ríos, la inmensidad del Norte, con mayúscula, como lo escribe Eric
Munsterhjelm, el autor de mi libro, una solitaria pista de más de setecientos
kilómetros sin punto para repostar que nos condujo entonces al curso bajo del
río Makenzie y la población más septentrional de aquella parte de Canadá antes
de volar hasta la costa del Ártico, los dos meses transcurridos entre los
fiordos, las ascensiones en el macizo del MacKinley donde las águilas, los osos
o los caribúes compartían los valle con nosotros, todo ello era una
aproximación a los libros que había leído, sin embargo aquel viaje, con lo
interesante que fue de hecho, carecía del sabor y la sustancia que hoy
encuentro en la lectura.
Existe una idea muy fértil que
consiste en hacer de nuestra actividad un producto no tanto de nuestra razón y
nuestra determinación como un algo derivado de un estado de ánimo, de una
inspiración, de una situación que por sí misma propicia nuestra creatividad, da
forma a algún proyecto, nos sume en vivencias que de perseguirlas racionalmente
estarían abocadas al fracaso. Esa otra idea de que no se encuentra lo que se
busca sería la justificación lógica para entender que nuestro organismo, mucho
más exigente de lo que nosotros creemos, necesita un clima y unas
circunstancias especiales para acceder a lo mejor de nosotros mismos y liberar así
sus energías, su esencia más preciada. No se trataría tanto de hacer algo en
particular, crear esto o lo otro, proyectar, tomar una determinación con
argumentos sopesados largamente, no se trataría tanto de esto como de ponerse
en situación de, propiciando así lo que haya de venir sin nuestra específica
intervención. Cuando tenemos que resolver algún asunto importante, decimos que
lo queremos consultar con la almohada. En realidad lo que queremos es encontrar
un campo neutral en donde, liberados de la presión de lo inmediato, de los
imperativos que nos quieren obligar a hacer esto o lo otro, pueda nuestra mente
libremente decantarse por una solución que, por decirlo de alguna manera, surge
de una voluntad del yo no mediatizado. Sería algo así como buscar una situación
en la que el yo, libre, en comunicación consigo mismo, en contacto con una
realidad familiar íntima es capaz de sacar de sí el escondido mundo de su
poesía, su sensibilidad, su mejor hacer en definitiva.
Quizás estos días de otoño con su
capacidad para provocar un deseado recogimiento después de un largo año de
vagar por las tierras de este país, vengan a ofrecer junto al frío y al viento
que empiezan a desnudar los árboles de los dorados pétalos de sus ramas, esa
situación de que hablaba más arriba. Los días transcurren sin específicas
tareas que emprender, mi ánimo me lleva a arreglar la parcela, solucionar
pequeños problemas, atender alguna que otra obligación, pero todo como nacido
de una inclinación repentina. Si me demoro en la cama no sucede nada, al día
siguiente saldré a caminar antes del alba, si el césped crece demasiado lo
corto, si la basura se acumula salgo a tirarla, si la luz de la cocina deja de
funcionar, la desarmo, la arreglo. Todo ello entre la música, las lecturas y
las largas tardes de no hacer nada frente a la ventana. Una armonía de la que a
veces surgen algunos recuerdos, unos párrafos, una idea o, como en esta tarde
mientras recorría los bosques y los ríos de Canadá, la confirmación de que para
que uno sienta aproximarse la necesidad de acariciar las teclas del portátil no
hay mejor manera que entregarse a situaciones en que el ánimo, liberado a sí
mismo a sus sueños, a sus recuerdos o a la fuerza que encierran algunas
lecturas, termine haciendo fluir de sí, como si de un manantial se tratara,
alguna suerte de bondad, parte de uno que reconoceremos como esa escondida
mismidad que tan difícil es de reconocer y expresar. Esa carrera de uno hacía
uno mismo de la que habla Sastre y que su desesperanza impide realizar en
ningún modo. “Corremos hacia nosotros mismos y somos el ser que al mismo tiempo
no puede juntarse consigo mismo”, escribe el filósofo. El galimatías del en sí
y el para sí de Sartre no logro entenderlo, aunque sí comprendo la imagen que
lo ilustra, ese burro al que han atado un plátano a medio metro de la testuz y
que corre tratando de morder la fruta sin alcanzarla nunca. Quizás por ello
cuando, recogidos en soledad miramos largamente caer la lluvia tras los
cristales de la ventana, una especie de claridad interna se abra ante nosotros
haciendo posible ese acercamiento, ese vislumbre que nos aproxima a nosotros
mismos y todo nuestro universo interior.
La intensidad con que mis
recuerdos y mi lectura, caminando de la mano como dos buenos hermanos, hacen de
la tarde y su recogimiento un remanso de sensaciones. Sentado cómodamente en la
oscuridad rememoro las aventuras de aquellos hombres, un noruego y un sueco sin
experiencia en esas latitudes que, armados con manuales de cómo se construía
una canoa, una choza o se curtía la piel de un castor, deciden internarse en
las tierras del Norte con un material elemental adquirido en el último pueblo
que van a dejar atrás antes de internarse en las regiones al noreste de las
montañas Rocosas.
Nada puede ser más agradable que
encontrar en el corazón de estas primeras lluvias otoñales la compañía de un
libro capaz de hacerte pasear por la geografía del mundo y de los hombres con
el ánimo ensimismado de quien realiza una buena caminata a caballo entre sus
sueños y la realidad.