En torno a Tierras de penumbra


El Chorrillo, 19/11/2013

El título de la película era Tierras de penumbra. El protagonista, un conocido profesor de universidad interpretado por Anthony Hopkins. Un puñado de ideas de las que bailan en la cabeza de uno haciendo que se tambaleen las referencias a las que los años, la experiencia o las propias reflexiones nos han acostumbrado a asirnos: esto soy, esto creo; así hasta que llegamos y tropezamos con alguna piedra, una duda, un pensamiento que acaso alguna vez sospechamos estaba escondido desde tiempo atrás entre los pliegues de confusos sentimientos contradictorios. El aplomo con que el profesor imparte sus ideas, atrezzadas en el ambiente de prestigio de una universidad de solera, ayudan a tomar aquellas como realidades indiscutibles a su auditorio de la época. A mí me sorprendió ya de entrada, apenas empezada la película, la siguiente. Están comentando un texto literario en clase; ¿qué clase de amor?, pregunta el profesor en relación a determinado párrafo. Y ante la indecisión de los alumnos contesta él mismo la pregunta: "El más intenso gozo no reside en poseer sino en desear. El deleite que jamás se desvanece, la dicha eterna serán suyos sólo mientras lo que más desean esté fuera de su alcance". Me he encontrado con esta idea más de una vez; hace unos años en Montaigne, y más recientemente en Claudio Magris. Ambos lo expresan así:
Montaigne: "El amor no es sino un deseo demente por aquello que huye de nosotros" y cita a continuación un fragmento de Orlando furioso, de Ariosto: "Igual que el cazador que persigue a la liebre, por el frío y por el calor, por montes y valles; sólo la estima cuando huye y la menosprecia cuando la tiene".
Magris, en Ítaca y más allá: "El amor es nostalgia, tensión y lejanía y está mucho más vivo cuanto mejor sabe que está en el camino y no en la meta, extrayendo su savia de este distanciamiento nunca plenamente colmado, y de la esperanza de colmarlo".
 Así las cosas y aunque parte de esa impostación del profesor queda posteriormente reducida a descubrir en sí mismo por la vía de la humildad la terrible implicación que sus palabras podían tener para su propia vida inmediata, la película, que hace un recorrido elíptico por diversas ideas que terminan siendo como partes de una sonata que vienen a repetirse con modulaciones diferentes, confirma en su propia carne el dramatismo de un aserto que sólo se sostenía en un principio como idea brillante fraguada en el laboratorio literario o filosófico: Un amor tardío que, al asumir su papel real donde la posibilidad de realizarse en una sucesión de distanciamientos y aproximaciones termina por hacerse imposible por la muerte del ser amado, adquiere una dimensión trágica que termina por confirmar la idea de que no hay amor más veraz e intenso que aquel que mantiene alejados a los amantes. El deseo se extingue, el deleite y la dicha se desvanecen cuando la distancia que había entre el deseo y el objeto deseado ha desaparecido. En el caso de la película una realidad que no llega a cumplirse y que debido a la muerte de la amada enfatiza la pasión, el amor con una dosis a la vez de dolor insoportable para el protagonista.
Qué sea lo que queremos decir cuando nos referimos a las palabras amar y desear quizás pudiera matizar esta idea, pero de todos modos persiste la tensión que hay entre ellas cualquiera que sea la definición que acordemos como referencia. Nos mueve el deseo, cualquier deseo, nos ciega la necesidad de alcanzar algo. De acuerdo, todo va bien en ese estadio, sentimos la fuerza del impulso, la música, el calor, la fuerza que nos lleva a conseguir algo, todo va bien hasta el mismo momento en que lo conseguimos. Entonces, con mayor o menor retardo, sucede algo curioso y a la vez dramático, todo nuestro maravilloso empuje ha tocado techo, hemos perdido la capacidad de poder seguir sosteniendo el anhelo, esa felicidad que nos provocaba la expectativa. La dicha está en la espera. La única manera de sostener la pasión de Romeo, Julieta, Dido, Eneas, Tristán o Isolda es concluir la historia de manera que no sea posible el encuentro definitivo entre los amantes.
 Hay otra idea interesante en la película es la que el protagonista, C. S. Lewis, expresa así: "Les sugiero que la prueba de que Dios nos ama es que nos ofrece el don del sufrimiento. El sufrimiento es el megáfono de Dios para despertarnos. ¿Saben?, somos como bloques de piedra a partir de los cuales el escultor extrae las formas de los hombres. El golpe de su cincel, que nos lastima tanto, es lo que nos hace perfectos". Uno de vez en cuando se tropieza, como quien lo hiciera en la calle con antiguos conocidos que no vemos de años atrás, con ideas que ha ido recolectando en sus lecturas o en su experiencia personal, y entonces, como sorprendido por su inesperada presencia, detiene su lectura o, como en mi caso, pauso el proyector y trato de aterrizar en su contenido, en su realidad, en su absurdo quizás, acaso en su engañosa pretensión de abrirse camino en mis creencias. La primera vez que me tropecé, hace ya muchos años con esta idea, fue leyendo Tempestades de acero, de Ernst Jünger, una alabanza a la guerra como elemento de formación personal y experiencia interior. Algo que más tarde volví a encontrar leyendo La forja de un rebelde, de Arturo Barea. A propósito de esta idea escribe Barea en su libro: “La guerra ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a la gente de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias...”. ”Seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad”.
 La cosa puede resultar algo terrible a primera vista, pero esconde mucho del modo en que puede llegar a comportarse nuestro organismo. De parecida manera a como el amor se hace más ferviente en la separación, la excesiva seguridad, una comodidad sin sobresaltos prolongada durante años, puede llegar a necesitar del extremo dolor para que abandonemos nuestro estado de momificación. Algo así como si nuestro organismo necesitara estar bajo los efectos de una tensión, más fuerte siempre cuanto más aspiremos a vivir una vida densa y significativa, a fin de poder recibir el flujo estimulante que emana en una vida rica y satisfactoria. Vamos, que sentado cómodamente durante excesivo tiempo frente al televisor las posibilidades de vivir son más bien escasas.
Tengo que dejar por un momento la película, salgo a la parcela, la noche es fría, las últimas hojas de los álamos oscilan en la oscuridad haciendo un ruido seco y temblón. Cuando vuelvo contemplo la imagen que ha quedado congelada sobre la pantalla; en la parte baja de la misma los subtítulos dicen: "Leemos para no estar solos". Es la contestación de uno de los estudiantes al requerimiento del profesor, uno que por demás no comparte sus opiniones aunque sí la voracidad por la lectura. Quizás sea sólo una ocurrencia del guionista ni siquiera salida de la realidad en la que se apoya la película, no lo sé, pero el asunto se repite en el film como una de esas melodías que rondan erráticas por los movimientos de una sinfonía llamando nuestra atención con sus arabescos a cargo de una flauta o un cello acaso. Pero ahí queda, leemos para no estar solos, quizás sea verdad en muchos casos; de todos modos no habría por qué convertirlo en finalidad, leer para, no necesariamente convivimos con otras personas para no estar solos. Leemos y la lectura se convierte en una gozosa compañía, ideas, personas, historias, autores que viven junto a nosotros en la soledad de nuestros paseos, de nuestras largas horas de lectura en el lugar preferido de nuestro hogar.
Ver una peli a veces no sólo parece ser un elemento de pasatiempo o placer, también puede llegar a tener consecuencias sobre nuestro modo de ver la realidad... y en el caso de esta noche consecuencias sobre mis hábitos de sueño. Son las tres de la mañana y hace cuatro horas que debería haberme acostado, pero la cosa se lió (por cierto, que lio, parece que lleva tilde aunque ignoro por qué); bueno, decía que la cosa se lió y este post es la prueba de ello.