El Chorrillo, 20/11/2013
Esta mañana, cuando
enciendo el ordenador, como residuo de una resaca arrastrada de la noche
anterior, me encuentro con un bonito desnudo de mujer de espaldas con la parte
superior del cuerpo adornado con una blusa. ¿No es esa la puerta que nos lleva a
alguna clase de misterio relacionado con una religión milenaria? ¿Por qué
cuando hablamos de religión omitimos la esencial, la que con el perfume de la
feminidad inunda nuestros sentidos y nuestra alma, haciéndonos concebir en la
profundidad de una carne, de unas caderas, un trasero, la estilizada curva de
un cuello, la infinita bondad de un anhelo que se pierde en la distancia de los
tiempos? ¿No es Dios para los creyentes un anhelo sin forma, un lugar de
reposo, un recogimiento interior que les sume en la esperanzada idea de
fundirse con Él en algún momento del más allá? Y las cosas así, ¿no son, deberían
ser esos cuerpos, esa feminidad, motivo de nuestras preces diarias, el rezo
matinal, la meditación búdica junto al abismo de un cuerpo convertido por obra
y gracia de ese leve temblor que baña nuestro sistema nervioso con su chirimiri
matinal haciéndonos estremecer de algo insondable que no sólo tintinea en torno
a los genitales sino que se extiende por entero a nuestro cuerpo con parecida intensidad
a la que vibra en nosotros ante la angustiosa expectativa de un cáncer? ¿No
deberían esos cuerpos parte de la panoplia religiosa de todo buen pensante? Si
es que los dioses existieron alguna vez, ese leve temblor que la belleza de un
cuerpo femenino produce en nuestro organismo debería catalogarse dentro de los
efectos que los misterios de lo inasible, lo divino, produce en el hombre;
misterio, anhelo de infinito, de infinita belleza, de unión con el más allá de
nuestra comprensión. Joder, ¿qué sustancia mistífera inunda nuestro cuerpo al
punto de crear tal revolución en nuestras hormonas y en nuestra voluntad?
Si Teresa de
Jesús levitaba cuando cerraba los ojos pensando en ese ser que para ella era su
Dios, no sería porque de mañana temprano se hubiera metido un chute de fenciclidina,
seguro que no. Teresa de Jesús se montaba sus fiestas místicas auxiliada
exclusivamente por la fuerza de su poderosa imaginación capaz de concentrar un
potente anhelo en torno a una idea, su Dios. ¿Y cuál era la cosa con San Juan
de la Cruz ? Jo,
nada más hay que leer, déjese usted de gaitas y lea lo que hay tras los versos
de este hombre con otras gafas que no sean las de la mojiganga de la religión
católica.
¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
¿O no? Que
unos expresen la visión mirífica que su interior destila en unos términos u
otros es indiferente. La realidad esencial está en que aquellos que son capaces
de prescindir de la sedosa contemplación de un culo con sus correspondientes
caderas y todo lo demás :) para elevarse por encima de lo divino y lo humano
hacia un anhelo inasequible (lo inasequible de lo que hablaba ayer mismo en este
blog, y que es precisamente lo único capaz de hacernos amar hasta el
desafallecimiento, la única fuerza que puede catapultarnos por encima de
nosotros mismos con su infinito deseo); los que son capaces de prescindir,
decía, de las humanas formas para trascenderse a ellos mismos, proyectarse
acaso, y encontrar un sustituto todavía menos inaprensible como la presencia de
de Dios sustituida por la de la amada, más bravos ellos porque la fuerza de su
líbido o la de su simple anhelo de fusión con la demediada mitad de sí mismo,
tiene como resultado ese engañoso galimatías que usa Teresa de Jesus, pero que
sin embargo resulta práctico para levitar y elevar sus sentimientos a una
categoría de medalla de oro de los juegos olímpicos.
Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.
Esta mujer lo
tenía clarísimo, lista ella; ante la imposibilidad de alcanzar lo inasequible,
patalea, llora, grita. ¿Por qué? Porque ha comprendido que la mayor felicidad
que pueda caber en hombre o mujer está en hacerse hueco en un anhelo cada vez
mayor, cada vez más loco, cada vez más inasequible. Y vivir en esa tensión es,
Dios santo, aunque pueda llegar a dejar el cuerpo sin reservas y exhausto, la
mayor felicidad que se puede alcanzar.
Dejando ahora
a un lado a estos dos sabios personajes que tan bien sabían lo que se hacían
con sus anhelos y sus visiones trascendentes, y volviendo a ese otro ámbito
cuasi religioso de la feminidad implantado en nuestro ánimo como a quien se le
aparece la virgen como el milagroso incentivo en el que nuestro cuerpo y
nuestra alma pueden encontrar sin alcanzarlo jamás el más furtivo y agradable
de los placeres, vuelvo al punto en que lo dejé, la insinuación de que hubiera
alguna sustancia en nuestro cuerpo capaz de producir ciertos efectos alucinógenos
cuando se tropieza con lo femenino. Pero antes de continuar y de que se me olvide
quiero dejar aquí la referencia de una muy interesante lectura sobre el asunto:
Tantra, el culto de lo femenino, de André
van Lysebeth. Sustancia, es una posibilidad, nuestros débitos con los
neurotransmisores son tantos que a uno no deja de llegarle la sospecha de que
alguno de ellos, extralimitado en sus funciones, venga a poner nuestro
organismo en un estado de exaltación tal de confundir un asunto de neurología
con otros que pueden irle al pairo como la teología, la sexología o el psicoanálisis.
Pero mal rayo me parta si en terminando
esta carta voy a tener que caer en las miserias de creer que unas milésimas
de miligramo de oxitocina, dopamina, serotonina o cualquier otra sustancia similar
es la causante de que la aparición inesperada esta mañana en la pantalla de mi
ordenador de un bonito culo haya provocado en mí no sólo este chorro de
palabras y sus consiguientes reflexiones, sino también el consiguiente revuelo
neural que todo cuerpo femenino bonito produce en el que estas líneas escribe. Maldita
la gracia, no, que todo fuera insustancial química que nos pusiera contra las
cuerdas de una realidad fofa y sin misterio, todo fuego de artificio sin chicha
ni limoná, cosas que pasan en el cerebro que como los fuegos artificiales de mi
pueblo se encienden y se apagan y que aunque sean tan bonitos como una aurora
boreal sólo pertenecen a la sustancia de lo efímero. No, no y no, las cosas así preferiría
volver a mi viejo catolicismo y hacerme monja al estilo de Teresa de Jesús,
encerrarme en un monasterio y levitar, sí, levitar, hacer que todas mis
hermonas, hermonas, sí, mis queridas hermanas las hormonas me siguieran
haciendo feliz pensando en un Dios misericordioso que debería compadecerse de
una humanidad abocada a ser interpretada en el laboratorio de un químico.