Junto al frufrú de las hojas de los álamos


El Chorrillo, 27/11/2013

Me cuesta abandonar mi libro, los cazaderos del norte de Canadá, para regresar a mi punto de partida, una mañana soleada frente a la chimenea. Debería empezar a escribir unas memorias de un maestro, un nuevo proyecto que está empezando a aflorar en mi cabeza desde que la gentileza de una antigua alumna, saliendo del agujero que es el tiempo, ha hecho posible que resucite en mí un viejo optimismo relacionado con mi oficio de maestro y que durante muchos años anduvo vagando como alma en pena, resabido y deseoso de poner tierra por medio después de décadas de esforzado e ilusionado trabajo en el aula. Sin embargo no quiero precipitarme, quizás necesite un tiempo de reflexión antes de poner manos a la obra con un trabajo que puede tragarse una buena parte de mi actividad de todo un invierno. Y es que hay tantas cosas por ahí que me llaman desde distintos espacios y temas que temo que una elección precipitada me deje ayuno de otras experiencias más interesantes. A la altura de la vida que está uno no puede permitirse el lujo de extraviarse por caminos o callejones que no van a proporcionar una buena cosecha.


Parece que las imágenes agrícolas se me están colando en la escritura, ya el otro día titulé mi post con una de ella, abonar las raíces del día que comienza; me parece adecuado. Buenas cosechas para alguien que no espera que otra vida tras la muerte vaya a gratificarle de las privaciones de ésta, es aquella que, como si de un ejercicio de autofagia se tratara, nos proporciona abundante material de satisfacción cuando, sentados a la orilla del tiempo frente al atardecer de un día de invierno, nuestro espíritu puede dedicarse plenamente a la contemplación de lo que la memoria le trae mientras la brisa enreda sus dedos entre las temblonas hojas de los álamos a punto de desvestirse de su dorado traje otoñal.
Al contacto de estas ideas y, ante la duda pues de emprender esta nueva aventura literaria que me era totalmente ajena hasta hace unos días, reflexiono sobre la materia de que debería estar hecha la vida en este tiempo de la edad madura, expuesta en cada momento más a los interrogantes de los porqués últimos, pero a la vez sabedora de la gran fertilidad que el buen ejercicio de existir puede proporcionarle.


Días atrás me parecía en cierto modo impostado el esfuerzo que hacía Laín Entralgo por poner en pie una esperanza, La esperanza en tiempo de crisis, era el título del volumen que leía, que ponía su énfasis en buscar en la obra de conocidos intelectuales del pasado siglo la fuerza motriz de su trabajo a lo largo de sus vidas. La esperanza, especialmente en su vertiente social, es un elemento imprescindible a la hora de trabajar por construir un mundo mejor; pero sólo un elemento más, la esperanza no deja de ser un aspecto en cierto modo ajeno al hecho de existir a que me refería más arriba, a no ser que como tal la incorporemos a nuestro proyecto en forma de acciones encaminadas a transformar la realidad, en cuyo caso se vuelve parte de ese hacer personal que quiero destacar. Hacer ver en el pesimismo de Sartre, aunque participara en los acontecimientos de mayo del sesenta y ocho, un representante de esa esperanza en tiempo de crisis, es abogar por un buenintencionismo vacío. Creo; no en vano Marguerite Dura escribió que Sartre era un desierto.
El próximo uno de diciembre un antiguo compañero de los años de montaña, Cive Pérez, al que por aquellos tiempos conocíamos como Parafina, presenta en la plaza de Santo Domingo de Madrid, su último libro; su título ¿Qué es la desobediencia civil? Un libro que no puede ser más oportuno en un momento en que la derecha de este país está volcando todas sus energías en maniatar nuestra capacidad de expresión induciendo a los ciudadanos a convertirse en sumiso y disciplinado rebaño. Trabajar en un frente así sin la mediación de esa aséptica esperanza que parece, como toda abstracta declaración de intenciones, un campo abonado para cruzarse de brazos y esperar tiempos mejores, es algo que pertenece al ámbito de ese ejercicio del existir a que me refería más arriba. Un ejemplo no más para decir que en la vida andan confundidos muchos conceptos y que cuando tratamos de aclarar si aquella tiene finalidad o no, cuando pretendemos identificar los elementos que la hacen habitable y satisfactoria, cuando, conscientes de nuestra dimensión social, pretendemos mejorar el mundo en que vivimos o cuando buscamos el mejor empleo de nuestro tiempo en una acción prometedora y autosatisfactoria, tenga ésta proyección social o no, lo que hacemos en definitiva es tratar de exprimir la sustancia de nuestro ser, hacer realidad nuestra identidad, nuestra capacidad para crear algo. Lo cual, visto desde el punto de vista personal, permite que la autoconciencia de la realidad propia alimente nuestro bien estar, nuestro bien existir.
No es un ejercicio de autocontemplación lo que se pretende, se trata simplemente, al margen de nuestra proyección social, de reconocer las raíces de nuestra satisfacción, aquello que realmente procura honda gratificación al ser humano. Es un tema que está en parecida línea a algo sobre lo que escribía días atrás, la búsqueda de las fuentes de la emoción. Por mucho que seamos seres sociales, esencialmente somos personas; si me muero, si me duele una pierna, si sufro un contratiempo, soy yo, es mi cuerpo el que lo sufre. Somos los actores y también los receptores del resultado de nuestros propios actos.  
Y así, cuando en nuestro pasado, como es mi caso con mi faceta profesional, aparecen densos bancos de niebla que nos hacen dudar de la bondad y la utilidad de nuestra labor, un buen trabajo podría consistir en hacer labor de espeleólogos a la búsqueda de esclarecer los recovecos de ese pasado a fin de incorporarlo a su justa realidad. Y vuelvo al principio, la abundancia de la cosecha depende del abono y de otras labores, arado, oxigenación, riego; depende con mucho de con qué llenemos el tiempo que nos va quedando por delante.