¿Viajar para encontrarse a uno mismo?


El Chorrillo, 30/11/2013


Estoy irremediablemente perdido entre las tierras del norte del Canadá y las desérticas arenas del Asia Central. Entre estas dos lecturas caben algunos trabajos en la parcela, un buen rato de estudio de inglés y poco más. Estos días todas estas obligaciones no consiguen dejarme acostar antes de bien entrada la madrugada. El autor de mi libro de ultima hora, Colin Thubron, The Lost Heart Of Asia, viajaba esta noche entre Bukhara y Sarmankanda; yo le había dejado en el autobús para irme a la cama, cuando a mi derecha, sobre la mesa de cristal me tropecé con un volumen que me espera desde hace un año, el segundo de Bernard Ollivier, un viaje solitario a pie a través de la Ruta de la Seda, algo más de diez mil kilómetros por delante de estepas, desiertos y países donde la burocracia impide caminar cien metros sin tropezarte con un policía. 

Abro este último, lo contemplo por aquí y por allá como quien mira un objeto raro, abro la solapa posterior y leo: Bernard Ollivier no viaja para escribir ni para hacer un libro, viaja, como los héroes de Conrad para encontrarse. Bueno, ahora tengo una pista más. Estoy empezando a pensar que ya no me voy a la cama como pensaba. Alzo la mano y tomo el portátil, pero antes quiero averiguar en dónde comienza esta segunda etapa del viaje de Ollivier y abro el libro por el principio para averiguarlo y me encuentro tras la página del título con unos versos Omar Khayyan, éstos:
Contempla pasar la caravana de la vida,
captura la alegría de cada instante,
no te inquietes, Saqi, por el mañana de tus comensales,
ofrécenos la copa, vierte el vino, escúchame: la noche se marcha. 

Muchas veces pienso que soy horriblemente pesado con las reiteraciones con que me embarco en el acto de escribir, como quien sintiera que siempre está hablando de lo mismo. Recientemente publiqué en Amazon mi último libro, que con sus casi ochocientas páginas, más el volumen de Un vagabundo en el Pirineo que no incluí allí, vienen a hacer un millar de páginas escritas solamente en estos meses que duró mi largo paseo por España. Es obvio que con una profusión de escritura semejante y considerando lo dado que soy a darle vueltas a los asuntos cotidianos que me rondan por la cabeza, las múltiples variedades sobre el mismo tema o parecidos tienen que aparecer por aquí y por allí a cada momento. Uno es torpe y si bien gustaría imitar aunque fuera lejanamente la índole de los trabajos de Montaigne, que no escribía con otra intención que no fuera para aclararse él mismo sobre tantos asuntos de la vida, naturalmente tiene que conformarse con los talentos que le fueron adjudicados durante el nacimiento que, claro está, no son muchos, como puede comprobarse a cada instante leyendo por aquí o por allí en estos blogs. Sin embargo, sí deduzco de mucho de lo que leo, que es bastante, que en definitiva los temas de interés más comunes, no traspasan en general el umbral de unos pocos asuntos relacionados con el amor, la amistad, la vida, la muerte, los sentimientos, las sensaciones, la existencia o no de Dios, el sufrimiento, el gozo, el deseo, la pasión, los hijos, unas pocas actividades que gustamos, las obligaciones que asumimos, las personas que queremos, nuestro deseo de mejorar el mundo y nuestra propia vida… La lista no puede engrosarse mucho más. No es fácil encontrar novelas o historias que podamos seguir en una película que traten de asuntos fuera de esta línea. Sólo con que nos ciñéramos a un solo tema, el amor, probablemente ya tendríamos el cincuenta por ciento de la producción literaria de todos los tiempos hablando casi exclusivamente de él.



Old Delhi

Lo cual es un consuelo para mí que tantas veces me veo dando vueltas y más vueltas a parecidos asuntos, mirándolos casi siempre desde la óptica de un enamorado del mundo que pateo -montañas, llanos o las riberas del los mares- o desde el otero de esos otros amores que pueblan la concavidad de los propios sentimientos, que nacen y mueren de continuo en el fulgor de alguna emoción o que crecen o hibernan en lo hondo del corazón. Probablemente esa sea la vida, that’s life, por más que la riqueza de posibilidades pueda extenderse hasta el infinito.

Lijian, en Yunnan, China

¿A cuento de qué todo esto? Pues no sé, probablemente a cuento de esa incapacidad que encuentro esta noche de desasirme de las parecidas ideas que rondan constantemente mi pensamiento. Mis gafas de ver la realidad y de situarme frente a ella a lo largo de tanto papel escrito parecen necesitar de un golpecito en el hombre que diga, sí, hombre, adelante: caminante no hay camino, sino estelas en la mar. Las estelas que va dejando la vida, como el aire que expiramos, como lo que escribimos, lo que amamos, las emociones que recorren nuestro cuerpo. Pura y reiterada vuelta a comenzar, el eterno retorno a las fuentes. Después nada, kaput, se acabo.
Omar Khayyan: escúchame, la noche se marcha
captura la alegría de cada instante,
no te inquietes por el mañana.

Esta clase de fórmulas que tan frecuentemente vemos aparecer en los muros de las redes sociales y que constituyen la sabiduría condensada de siglos de experiencia de vida. Y así sucesivamente. Si cumpliéramos cuatrocientos años de vida nos veríamos obligados a seguir repitiendo la misma sabiduría milenaria que nos señala el camino más idóneo para pasar a través de los años de la existencia. Omar Khayyan, el poeta de la alegría y del vino no habla de otra cosa en sus versos.


Preparando la huerta y los geranios para el invierno

¿Cuántas veces habré visto escrito en diferentes lugares y épocas esa idea de que viajamos para encontrarnos a nosotros mismos? ¿Anaïs Nin, Khalil Gibran, Conrad, esta noche Bernard Ollivier? Viajamos, escribimos, amamos y siempre, siempre en nosotros ese afán de conocernos, de penetrar la naturaleza del ser, de nosotros mismos, de los otros. Cuando caminamos, cuando viajamos, ¿caminamos, viajamos hacia nosotros mismos?

Tanzania, preparando la continuación del viaje

Malawi

Malawi, nuestro guía por los poblados