El Chorrillo, 02/12/2013
Me gustaría
escribir algo a caballo entre la religión de los cuerpos femeninos y la abrupta
prosa de los militantes de las huestes de Bukowsky, algo para dejar en un justo
medio mi afición a poetizar sobre culos que, siguiendo la necesidad de
convertir mi inclinación natural hacia las damas en una mística de andar por
casa, no se hace esperar para mostrar, junto a las bonitas tomas de los cuerpos
desnudos, estampas de santos o santas a los que suelo colgar el san benito de
una escondida afición sexual camuflada de vaporoso amor a Dios.
Dudaba hace
un rato, cuando había terminado mi último post, si era torre de marfil o torre
de cristal donde yo estoy encerrado y entonces, yendo a cerciorarme, en la
primera línea del Google me encontré con un blog que me entretuvo por un rato. Fuera de mi torre de cristal, se
titulaba. En él el autor cuenta sobre lo poco que sale de su casa y lo molesto
que le resultan las obligaciones que le llevan fuera de ella, él lo que quiere
es tener todo el tiempo del mundo para escribir. Un día le llama una amiga que
cuida a una anciana diabética ciega y le pide que la sustituya una tarde. Va de
mala gana. Allí se entera por la anciana que tiene una sobrina que se ha
ofrecido a cuidarla pero con la condición de que le ceda el piso en donde vive.
La anciana se niega porque sabe que una vez la sobrina se haya hecho con el
piso puede dejarla perfectamente en la calle. A veces la anciana no tiene quien
la asista y entonces se inyecta ella misma cantidades arbitrarias de insulina.
El autor del blog termina con la anciana y se marcha a su casa. Por el camino
se pone a pensar por el destino de los impuestos que pagamos, flipa con que el
Estado no ponga a una profesional que cuide de la anciana; más tarde reflexiona
sobre el comportamiento de la sobrina, se imagina a ésta quejándose de la
crisis y escribiendo por el Facebook o el Twitter contra el PP y los bancos.
Nadie sabrá, salvo esta señora ciega, que su sobrina es tan cabrona como los
bancos que quieren quedarse con la casa de los necesitados y tan cruel como los
que recortan y quieren hacer la sanidad de pago. Quizá tenemos un gobierno que
no es más que el reflejo de nosotros mismos, concluye el autor. Acaso una
coletilla que le hubiera venido bien a mi último post para ser ecuánime con una
realidad global en la que las protestas pueden encubrir también una falta de
salud general. Habría que repetirlo, ¿no son toda esta panda de hijosde... un
reflejo de una parte de nosotros mismos, como dice el autor del post? Y
entonces... una cura moral, largos ejercicios de meditación, la firme voluntad
de intentar ser mejores de lo que realmente somos. Con una insistencia en
aspectos así acaso en unos cuantos siglos el mundo funcione con un mayor índice
de justicia.
Un largo
inciso, porque de lo que yo quería hablar era de algún asunto relacionado con
otros trabajos del autor del blog, que se confiesa escritor de pornografía y
cosas así. De uno de sus libros, Veinte
polvos, él mismo dice ser muy, muy bestia pero con toques de humor
geniales. El caso es que tras abandonar el somero paseo por la web del autor, enseguida me acordé de mis
delicados intentos de hablar sobre ese asunto que ocupa el ochenta y tantos por
ciento del pensamiento de los humanos del género masculino a lo largo de sus
vidas. Del otro género las encuestas de Lou Marinoff no dicen nada, quizás a
las féminas les ocupe menos espacio cerebral los asuntos relacionados con el
sexo. Inclinado a hablar sobre ello, pero ausente de un propósito concreto que
no fuera la evidencia de la distancia que la mística de lo femenino guarda respecto a
esa otra visión cuasi enteramente dedicada a sacar del sexo el mayor grado de exultación
genital posible, recurriendo por todos los medios imaginables a satisfacer la
premura de un deseo. Desde muy jovencito las aventuras de Bukowsky o de Henry
Miller me dejaron siempre un tanto frío, probablemente tuviera ello que ver con
el puritanismo que debieron de inyectar en mi subconsciente los años de
infancia en un colegio religioso, acaso ellos influyeron sobre mí para que contemplara,
cuando ya fui adulto y había echado por la ventana la idea de la existencia de
Dios, durante toda la vida la idea de la mujer como una especie de sustitutivo
de mi primera relación con aquellas vírgenes de escayola a las que yo rezaba de
hinojos durante horas. La idea de pureza con su cielo azul y el blanco manto de
la inmaculada estaba tan interiorizada entonces en mí, que seguro que el día
que me someta a unas sesiones de psicoanálisis alguno de esos iluminados
encuentra una relación de esa mirada mística de lo femenino de la que me veo
aquejado, con alguna de las apariciones virginales de la infancia. Espero que
no. Y no digo que quiera deshacerme de esta forma de ver las cosas, de eso
nada, sólo que nunca me gustaron los polvos precipitados de Bukowsky en el
ascensor mientras éste se desplazaba entre el segundo y el quinto piso en donde
vivía la vecina; tampoco fui adepto a orgías comunitarias ni cosa que se le
parezca. Aunque la cosa pueda sonarme en ocasiones a transmisión curil o a
romanticismo decimonónico, prefiero seguir situándome ante las demandas de mi
organismo con el mismo pazguato anonadamiento que las damas me producen en
determinadas circunstancias. No digo que no, sí me gustaría averiguar de qué
está hecha realmente esa sustancia que hace que un ateo sea exageradamente
religioso cuando del culto a lo femenino se trata.
Hace años
escribí un post que llevaba por título Acepciones de "echar un polvo" ,
allí hacía un breve repaso de las muchas posibilidades que encierra una cosa
tan aparentemente sencilla como es eso que técnicamente llamamos apareamiento.
En aquel tiempo era aficionado a la hamaca, hacía poco que habíamos regresado
de un largo viaje a Sudamérica y pasaba largas horas balanceándome con un libro
sobre ella, cosa que debía incitar en mi organismo cierto deseo muy extendido
en las tierras de los trópicos donde la sangre caliente puede amenizar
constantemente las horas de la noche y de la siesta; cosa bien cierta, sea
dicho de paso, porque no he oído en los hoteles, en las silenciosas horas de la
noche de ninguna parte del mundo, más maullidos y gemidos que en estos países.
Subido en la hamaca tenía una muy especial sensación del mundo, cálida,
sensual, como hecha de brisas que atraviesan la volatilidad de los mosquiteros
y el calor de la siesta para venir a levantar delicados vapores de
voluptuosidad a mi alrededor. En absoluto era cosa de apremio o compulsividad,
todo lo contrario, suave como la seda, leve como unos visillos de organdí
movidos por la brisa del final de una tarde de verano.
Cuando leo algunas cosas de Schopenhauer,
no lo más sesudo de su filosofía a la que no alcanza mis talentos, me sorprende
ese deseo suyo varias veces expresado de querer llegar a una edad suficiente
para que el deseo sexual dejara de molestarle. Me he encontrado en mis lecturas
con alguna personalidad más del mundo de la literatura que manifestaba la misma
idea. La consecuencia que saco es que probablemente no tuvieron la oportunidad
de convertir la cosa en un arte, arte a veces tan sofisticado como para
comprender que no esté al alcance de todas las sensibilidades hacer una buena
música con el asunto. No se entiende si no.