Elogio de una lectura distraída



El Chorrillo, 16 de enero de 2015

Es curioso que una lectura que seguimos con cierta rutinaria obligación, ese porcentaje del libro que sin ser ganga no es digamos su parte más consistente, de golpe, como quien no quiere la cosa, encuentre en nosotros una especie de toque en el hombre que te dice, eh, tío, para, que por aquí hay algo que te interesa. Y efectivamente, das marcha atrás, te vas al comienzo del párrafo que leías con cierta distracción, y te encuentras que la lectura ha entrado en ese instante en uno de los momentos que requieren reducir la velocidad e incluso volver a releer.




Es como si dentro de uno hubiera un vigilante que trabajando en segundo plano velara para alertarnos sobre aquellos asuntos que pueda atravesar el libro que son de nuestro interés. Yo soy un lector especialmente distraído que puedo recorrer muchas páginas de los libros que leo medio ausente; en realidad esto responde al criterio de que una parte importante de nuestras lecturas es una constante búsqueda de uno mismo y las posibilidades que ofrece el yo al ser alumbrado por la sabiduría ajena. Uno puede leer como si me moviera por los párrafos a la búsqueda de esa reducida parte del yo y sus inquietudes, de manera que lo que uno espera encontrar es de tal valor, es lo suficientemente atractivo como para empujarte a atravesar a pie enjuto el resto del relato en espera del premio que alguna página, al fin, de algo que se va a convertir en gozo, en descubrimiento de una idea nueva o en afianzamiento de algo propio que el autor te ayuda a confirmar. Me sucede especialmente esto cuando paso largas temporadas caminando y tengo que compartir los paisajes y los incidentes del camino con la voz de un lector que va recitándome el libro mientras atravieso montañas, páramos o la ribera de algún río o mar; entonces tengo que desarrollar más el olfato para identificar los pasajes de estado interesante, los preñados con una idea fértil o con un relato sugeridor. He caminado miles de kilómetros por ahí y los pueblos y los paisajes no dejan mucho rastro en mi memoria, pero soy capaz de recordar con fidelidad un paraje que atravesé leyendo a Proust, a Joyce o a santa Teresa; el paisaje, la lectura y mi emoción se hermanaron hasta el punto de quedar conformados como la Santísima Trinidad los tres en uno.

Me encanta ser un lector distraído (a veces, se entiende); al revés que esos notabilísimos escritores que echan pestes de aquellos que no hacen una lectura atenta, Muñoz Molina es uno de ellos. Hablo especialmente de la narrativa, es obvio. Que el protagonista haga esto o lo otro no tiene importancia en muchos de los casos si el autor no ha concentrado en los hechos algo, innombrable y a veces difícil de saber en qué consiste, que arrastre nuestro ánimo y nuestra atención a detenernos para mejor saborearlo. Los libros, la literatura son un producto para nuestro gozo, nuestra reflexión o nuestro aprendizaje y sería una pretensión inútil pensar que en un tocho de trescientas o cuatrocientas páginas vamos a encontrar en cada párrafo una pepita de oro. Un libro es como un largo camino a través de una cordillera donde uno puede encontrarse un magnífico crepúsculo, el rumor apaciguador de un arroyo o la delicada belleza de algunas flores, hallazgos, encuentros, desencuentros, interrogantes; pero también cierta árida subida que llama a las puertas de nuestro esfuerzo que puede quedar embotado por el cansancio si no nos lo tomamos con un poco de desenfado. Los cambios de ritmo son algo propio de la naturaleza y de la vida, vivir en una especie de trópico en donde al calor y a la lluvia siguen continuamente al calor y la lluvia no es un paisaje atractivo para ver o leer con perspectiva. Como todo, la alternancia, la tensión y la relajación, alimentan de continuo nuestros afanes, y con ello nuestras lecturas y nuestras ganas de caminar.

La anécdota es que leyendo a Kart Ove Knausgård de repente me lo encontré hablando de Munch, el pintor noruego, y tuve que retroceder un par de pantallas para volver a leer “como es debido” cómo había aterrizado primero en aquel asunto y después para solazarme en el gustazo de recrear alguno de los cuadros de este pintor tras haberse dado un paseo por la National Gallery de Londres para hablar largamente de Rembrandt, lo que me llevó, mientras leía, también a Ingmar Bergman y a Liv Ullmann, un apetecible cóctel que ya me alegró este final de día con el fuego de la chimenea a punto de extinguirse y el agua de la lluvia repicando en los cristales de mi ventana. De las páginas del libro salté a cierto viaje familiar por Escandinavia en que descubrimos al escultor Gustav Vigeland y nos recreamos con la obra de Munch. Y como era de esperar terminaron de aparecer otros asuntos y personajes que vinieron a mezclarse con los anteriores atraídos por la proximidad geográfica y temática; fue el caso de Strindberg y cómo no, el rostro de prolíficas y patriarcales barbas de Ibsen. Ya había yo notado en Knausgård algo que me sonaba y que cualquiera que esté familiarizado con la literatura y el cine escandinavo no puede dejar pasar. El mundo atormentado de viejas pasiones de Bergman o Strindberg había empezado a rezumar de sus páginas desde días atrás.


En estos parajes fue a caer mi lectura de esta noche. Y es que leer también es encuentro con otras lecturas, con otros personajes de novelas, del cine o incluso de la música. Encontrar en las páginas de los libros resonancias de tus propias lecturas, de mundos atravesado con placer a lo largo de la vida, es uno de los gustazos que los amantes de la lectura pueden disfrutar constantemente. Un guiño, un paisaje común, una pasión desbordada, un terrible fatalismo como el que parecen cargar los dos protagonistas, Liv Ullmann y Max von Sydow en la película de Bergman, Pasión, por ejemplo, son elementos que están engastados en nuestra cultura de parecida manera a como lo están las obras homéricas, y es por ello que volver a revivir realidades complejas y antiguas de la mano de autores recientes, como es el caso de Knausgård, cuya descubrimiento tengo que agradecer al polifacético José Zalabardo, además de una refrescante brisa de reminiscencias constituye un auténtico reencuentro con nosotros mismos, con el lector que fuimos en nuestra lejana juventud.  


Leer distraídamente es como viajar en tren con la mirada puesta en el paisaje y los pensamientos rodando al ritmo de las sugerencias que aquel nos va trayendo.  

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