El tiempo vuela



El Chorrillo, 21 de enero de 2015

Boquiabierto veo pasar los días últimamente, como si fuera incapaz de llenarlos con otra cosa que no sea unos párrafos al final del día, nada sustancial que me haga recordar dentro de unas semanas a qué me dediqué durante este tiempo. Y es que el tiempo corre tan desaforadamente que cuando acabo de leer el periódico ya he superado el primer tercio del día. Y así un día tras otro sostenido por la fugacidad de los acontecimientos de los periódicos o por las breves tareas caseras que me ocupan. Si no fuera por esos instantes que dedico a hacer nada, a contemplar simplemente la vida podría asumir perfectamente que en absoluto he vivido. El tiempo pasa, y pasa como si no hubiera nada interesante capaz de agitar la vida que no fuera la expectativa del resultado de las elecciones griegas o la pacífica deglución de los asuntos menores que llenan los telediarios y las portadas de la prensa.



Comparado con otros momentos de mi vida, cuando camino largamente por alguna parte del planeta, sin ir más lejos, esto que me sucede estos días es una nadería neblinosa que a punto está de destruir mi relación con el tiempo; en la primera circunstancia el tiempo apenas es pensado, está lleno de acontecimientos, de decisiones, de experiencias densas desde el amanecer hasta que cierro los ojos a la noche dentro de mi saco de dormir; en el segundo caso a falta de que los acontecimientos llenen el tiempo, el tiempo se hace con el vacío de la falta de acontecimientos, huérfano de elementos consistentes días tras días le veo transcurrir frente a mi ventana volátil, ligero, tanto que me asusta tanta velocidad; un tiempo sin carga y sin la densidad de una aventura, un esfuerzo notorio, una cierta lucha entre los elementos es como una paella sin otros ingredientes que un poco de arroz y algo de colorante.

No es que despotrique de esta liviandad, en la cual me siento digamos que bastante cómodo, es que me jode esa sensación de ligereza del tiempo que en un abrir y cerrar de ojos me deja al comienzo del mes siguiente sin haberme enterado de qué iba el mes anterior; vamos, sin encontrar significados que hayan servido de hitos para recordarme mi paso por ese tiempo, algo así como si éste corriera detrás de mí pisándome los talones y obligándome a consumir millas sin que me fuera dado  sentir bajo mis pies la dureza de la tierra, el viento en la cara o la algarabía de las olas en un paseo junto al mar.

Y sospecho que lo que sucede es que tras estas sensaciones lo que subyace es mi negación a no querer morirme, algo, por supuesto, no especialmente dramático dado que es un hecho propio de toda vida. Si imaginara una vida en la que uno no tuviera que ir a alimentar a los gusanos en algún momento y en la que la sucesión de las estaciones y los años fuera infinita probablemente estas sensaciones desaparecerían y uno podría quedarse quieto y silencioso mirando las nubes sin más; pero al ser la vida tan limitada sucede el hecho curioso de que haya algo en nuestro interior que nos apremie a la acción, por más que este algo no tenga ningún sentido para la resolución de la vida antes de morirte. Es una situación algo grotesca, pero sucede así, queremos irnos de la vida dejando nuestros asuntos solucionados, queremos antes de abandonarla hacer esto y lo otro; nos ilustran los libros cuyos títulos rezan más o menos así: Las mil películas o libros que tienes que leer antes de morirte y que invitan a apurar el tiempo para que la muerte no nos coja sin el capacho lleno, como si este capacho fuera del que nos tuviéramos que alimentar en la otra vida; una idea que sustentaban las culturas del Nilo y que invitaban a llenar la barca de la muerte en que viajaría el Faraón después de diñarla con toda clase de provisiones, incluidos los cadáveres de los servidores que les habían servido en vida.

Nuestra tendencia a querer completar, finalizar, concluir asuntos parece como si estuviera impresa en nuestro ADN de manera que nos veamos impelidos, pese a su absoluta carencia de importancia objetiva, a existir con una suficiente dosis de bagaje significativo que justifique nuestro paso por la vida. Desde hace tiempo leo a ratos un librito de Schopenhauer que se ha traducido en España como El arte de envejecer y cuyo título real es Senilia, en donde encuentro sabrosas ideas que vienen al caso en el contexto de lo que estoy escribiendo, así cuando el autor afirma que no somos cosas en sí sino simples fenómenos, "pues en este punto nos parecemos a las apariencias causadas por el humo, las llamas y el chorro del agua, las cuales dejan de producirse cuando falta la causa que las origina". Y más adelante: "Se puede decir que la voluntad de vivir se manifiesta en puros fenómenos, los cuales no llegarán a ser absolutamente nada."

Y así ni el que llena su tiempo con densas experiencias ni aquel otro que hace de la vida un soplo de insignificancia tienen otro valor objetivo que la pura densidad del humo que se disuelve en la nada minutos después de haber abandonado las lenguas de fuego que lo crearon. Si algo ha de quedar de lo que somos será sólo lo que hayamos hecho para contribuir a la mejora del cuerpo social al que pertenecemos, incluso los buenos recuerdos que alguien pueda guardar de nosotros terminarán siendo humo.

Magnifica verdad ésta de confirmar no ser nada que me surge esta mañana frente a un día frío y brumoso mientras trato de pensar ese tiempo que se me escurre de la mano y del que no sé dar cuenta pero del que me resisto a interpretar como un inútil pozo vacío y sin sentido. Sé que es un inútil trabajo el de intentar dar sentido al tiempo de la vida pero ello no quita para que mi curiosidad intente orientarse. Es lógico que esto sea así, la sensación de estar irremisiblemente perdido no es nada agradable, de ahí que para librarnos de ella nos empeñemos con tanta insistencia en esclarecer su origen. El resultado no es vano pese al desasosiego que el paso del tiempo puede traer consigo, por el camino el alma termina por encontrar aquí y allí rastros que acabarán adaptando nuestra natural idea de perpetuidad a la plana realidad de que nacemos, vivimos y nos moriremos; así, sin más, como cualquier pajarito de los que me encuentro alguna vez en nuestra parcela.






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