El Chorrillo, 21 de
enero de 2015
Como melenas al viento las llamas de mi chimenea se agitan
nerviosas ante el desacostumbrado derroche de leña en la que bulle el fuego de esta
noche. Los altavoces reproducen un concierto para violonchelo y orquesta de
Schumann y fuera la oscuridad campa fría y estrellada por el hueco de mi
ventana. Estuve un rato en silencio a oscura contemplando las llamas decidiendo
si me iba a dormir o no, pero es imposible hacerlo con este ambiente, pese a
que sé que si alargo mi noche mañana me va a ser imposible levantarme para
darme mi acostumbrada caminata de la hora del alba. Tengo que elegir y esta
noche elijo a Schumann, al fuego y a la noche color tizón que entreveo sembrada
de estrellas a través de las ramas desnudas de la acacia y los olmos.
Hoy, a la acacia cercana a mi ventana le ha crecido un
extraño ramaje de aluminio que como raspa de pescado sale en las alturas del
tronco poniéndome en comunicación con el mundo. Decidí incorporar a mi ordenador
la señal de la TDT. He
sucumbido a la tentación de asomarme al mundo también a través la televisión.
Mientras escucho música todavía coletea en mi retina la parodia sobre un
político a punto de salir de la prisión de Soto del Real; en Intermedio no les ha dado el tiempo para
la otra parodia del día, la pobre sexagenaria madrileña del PP que tan
maltratada fue por los agentes de tráfico hace un tiempo. Miserias de la vida
que inevitablemente se te cuelan en el coco rompiendo la melodiosa cadencia de
un piano y un violonchelo, cuando uno decide asomarse a la ventana que da al
mundo. La realidad con su fuerza dramática, el Islam estos días; su grosero
esperpento, los casos de Bárcenas y Aguirre; sus cantos de esperanza, Podemos y
sus afines; la solidaridad que anda suelta por las calles apoyando a
desahuciados y enfermos de hepatitis; la realidad, con su agresivo ariete de
dolor y esperanza, también de miedo cuando observamos el fanatismo que mueve
los ánimos en Europa y en los países árabes, se cuela por las rendijas que
dejan abiertas las preocupaciones corrientes de la vida y termina invadiendo el
espacio mágico de este recogimiento nocturno frente al fuego.
Resistir, me digo. Refugiarse en la música, hacer de la
lectura una barricada, hacer de pensar el mundo y de la meditación y los largos
paseos un espacio por donde transitar las horas del día. Compatibilizar las
tareas de atender a los asuntos de la colmena con otros temas. Frecuentemente
tengo que hacer un gran esfuerzo por agarrar un libro o someterme a alguna
actividad frente a mi disposición a no hacer nada, un no hacer nada que me
lleva fácilmente a situaciones de pura contemplación en las que meditación,
sueño, recuerdos, especulación en torno a algún tema concreto se mezclan sin
disolución de continuidad como pueden mezclarse las aguas de muchos riachuelos
que confluyen en una corriente de agua mayor.
A esta hora trato de alejarme de esa realidad. Polemizo
conmigo mismo para encontrar un lugar de transición que se haga cargo de esa
parte del individuo que se ha desnudado de su vertiente social para encontrarse
con la intimidad del yo. Estamos tan determinados por algunos hábitos
procedentes de nuestro entorno cultural occidental, que cuando tratamos de
recuperar un estado en donde las sensaciones y los pensamientos campen
liberados del sostén de la realidad inmediata y de la carne que les sustenta,
puede llegar a parecernos una soberana pérdida de tiempo.
Hoy, estando bajo el influjo de esa fuerza de resistencia
que quiere cobijarse en hacer algo frente a la nada que le proponía mi cómoda
posición en el sillón, mis pensamientos cayeron en un asunto recurrente, esa
idea tópica de la liviandad de la vida frente a la pasión y el esfuerzo que
ponemos en acumular esto o lo otro, hacer esto o lo de más allá. En ello me
encontraba cuando noté que me estaba durmiendo, me incorporé algo y traté de centrarme
en otra cosa. Por la ventana entraba el atardecer, el fin del ciclo del día se
acercaba a su final. Con aquella imagen en la retina, cada vez más oscuro el
horizonte, despertaba y volvía a adormilarme. Pero el caso era que no por ello
dejaba de pensar la vida, mirarla y rastrear por aquí y por allí. Sucedía como
en una partitura en donde distintas melodías encabalgan unas sobre otras, se
mezclan, se cruzan y se disuelven en una aparente nada de silencio para volver
a resucitar empujadas por un tema nuevo. Todo bastante ambiguo pero próximo a
acercarse desde esa ambigüedad a la parte de la existencia en la que día tras
día queremos encontrar una explicación, un significado o una visión global de
sus distintas realidades. Un juego de luces y sombras en un ambiente de
somnolencia que acaso tuviera alguna correlación cercana a lo que sucede con el
sueño y que terminó por agotarse cuando la oscuridad estaba a punto de tragarse
las últimas luces del horizonte.
Me llaman la atención esas cosas que suceden en nosotros
fuera de nuestro control cuando “no hacemos absolutamente nada”, y se me ocurre
que quién sabe si esas situaciones no son el laboratorio donde muchos asuntos
personales se aclaran; incluso indagar eso que llamamos el yo, y de cuyo origen
tanto nos cuesta averiguar, acaso no tenga una manera más eficaz de aclararse que
ese rodearse de inacción, de un no hacer nada en donde los pensamientos,
liberados de relaciones de causa y efecto, encuentran el modo de abrirse camino
en la oscuridad del yo y de la existencia en general. Es un medio, que por muy
acuático que parezca, aparece eficazmente productivo, pese a que los engranajes
de la razón estén totalmente ausentes en sus procesos.
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