Elogio de la ignorancia


El Chorrillo, 24 de enero de 2015


Estaba preparándome para dormir después de subir a la casa a cepillarme los dientes, esta tarde me había propuesto acostarme pronto, cuando sentí la tentación de aprovechar los quince últimos minutos frente al fuego para escuchar un poco de música. El ipod estaba donde lo había dejado la última vez, en Schumann, así que apunté hacia la pieza siguiente y resultó un cuarteto para piano. Apagué la luz con las primeras notas y de pronto, mirando el fuego y oyendo los primeros compases me sentí feliz con mi gran ignorancia. Feliz, porque escuchando aquello sentía un gozo muy especial sin tener ni idea de música; pero era una sensación que se extendía a otras cosas, mis conocimientos de historia contemporánea, asuntos de tecnología, mi fatiga para entender un porcentaje bajísimo de los libros de filosofía que leo. A veces me vienen a la memoria algunas citas de libros que he leído, o que busco porque dejaron algún rastro en mi ánimo, y acompaño mi escritura con alguna de parrafadas que me encuentro por ahí, y sucede que eso puede dar una falsa sensación de erudición de la que me río ahora; nada más lejano de la realidad. Uno es mucho más ignorante de lo que parece. Leer sí que es verdad que he leído mucho siempre, pero la cantidad de la lectura sólo puede compararse con mi gran capacidad para el olvido. De tantas horas que dedico a los libros sólo me quedan pequeños retazos, algún detalle, el sabor de la magdalena, eso es, pero poco más.



Algo que en ocasiones me ha preocupado, pero que esta noche asociándolo con otros no-conocimientos que tengo y lo tantísimo que he olvidado, así de golpe se me presentó como un situación deseable. Leí muy de jovencito en algún lugar que el conocimiento es aquello que queda cuando has olvidado aquello que leíste o aprendiste. Quizás sea así y entonces lo que resta es cierta sensación de estar dentro de la realidad aunque carente de argumentos con los que explicar asuntos importantes, y aún así cargado con ciertas certezas que uno no sabe de dónde vinieron ni en que parte del camino se incorporaron y habitaron un espacio bajo tu piel, pero que asumimos como verdades que nos van a acompañar durante toda la vida.

Tendría que buscar el origen de ese sentimiento de ignorancia que se asomó al umbral de mi sueño no para recriminarme y decirme: tío, qué bestia eres, no tienes ni idea de nada, sino para mostrarse consentidor y amigable con mi desconocimiento de una enorme cantidad de asuntos. Para los directores de cine que puedo nombrar me sobran los dedos de las manos, actores podría decir aquellos que aprendí de niño y poco más; música moderna ni idea, de la menos moderna me suenan los Beatles, los Doors y bueno… algunos grupos más; y así sucesivamente. Frente a mi chica soy un verdadero burro, ella tan enterada siempre de todo, de historia, de cine, de música, un saco de cosas. El pasado domingo Quique y Lucía, mi hija, nos invitaron a un ópera en el Auditorio de Madrid, Niobe, regina di Tebe, de A. Steffani (1654-1728). Asistir a este concierto ópera me daba un tanto vergüenza, pero era verdad, en mi vida había oído nombra aquella ópera ni a aquel autor barroco. Sucedió sin embargo algo curioso. Se hizo silencio en la sala, sonaron los primeros compases y yo cerré los ojos. No quise enterarme antes del argumento, que por cierto, cuando lo abordé a la noche ya en casa, me pareció un culebrón, y emprendí la audición con lo único que tenía a mi disposición, mis oídos y mi incapacidad para distinguir una soprano de una contralto, o casi un tenor de un bajo; sí, a los contratenores, que eran varios, sí los distinguía, no se necesita mucho oído par ellos.

Y resultó cuanto menos curioso que aquello me embelesase hasta el punto de que oyendo la música y las voces mi cabeza fuera imaginando un relato en donde un contratenor ataviado con una especie de vestido negro hasta los pies actuaba de bufón a modo de comentarista o de voz en off, aparecía de vez en cuando para poner al público al tanto de la parte oscura de una historia que poco a poco adquiría tintes de una trama amorosa en donde un algunos personajes más  añadían el condimento necesario para dar vida a la trama. Nada que ver con la historia real que se narraba, según sabría cuando leyera aquella noche el relato. Ello no quitaba ni ponía nada y no mermaba en absoluto el placer que me producía la audición de la ópera. Había un hecho clave, esa tarde me encontraba en buenísima disposición, no era cosa de defraudar a mi hija y su chico por otra parte; mi gozo subió hasta el punto de que cuando llegó el epílogo, notabilísimo epílogo a cargo sólo de la orquesta ya, era puro entusiasmo; aquello acaba como una obra de Shakespeare en donde alguien que narra la historia desde el proscenio, de repente se coloca en medio del escenario para rematar con un verbo florido e inteligente la historia que acabábamos de ver.

Todo apuntaba a, como pensaba Yngve, el hermano de Karl Ove Knausgård, el novelista que leo actualmente, su teoría académica principal seguía la idea de que el valor de una obra de arte se creaba en el receptor, y no existía por sí mismo. Loable encuentro en mis lecturas que servía perfectamente para justificar no tanto mi ignorancia como mi gandulería. Porque no es otra cosa la gandulería que no querer molestarse en leerse un libreto o aprender un mínimo de música con que poder estar a la altura de ese numeroso público que aplaude entusiasta algo que aprecia, comprende y siente y no como un servidor que no comprendió practicamente nada, aunque eso sí, disfrutó bastante de la ópera, acaso, ello también es cierto, debido a su gran capacidad de recepción para interpretar o inventar la realidad que tiene delante.

No es que haga lo mismo con todo lo que se me presenta enfrente, pero mi mala memoria y mi tendencia a traducir la realidad con los débiles instrumentos de mis seudoconocimientos, y en función, también ello, de mi pereza poco despabilada para profundizar demasiado en la complejidad de los asuntos, hacen necesario a mi organismo que me invente una tabla de valorar y medir acorde con mi inteligencia sin que la falta de ésta se note demasiado, cosa que no resulta en exceso difícil dada la consideración que la letra impresa todavía tiene en el público en general, pero sobre todo dada la calidad de lo que uno encuentra por ahí en comentarios de periódicos y redes sociales y que contribuyen erróneamente a hacer pensar que uno es un lince, cuando de lo que se trata es de un pobre ignorante. Lo que no quita, y con ello vuelvo al principio de estas líneas, para que uno pueda disfrutar con una ópera, un cuarteto de Schumann o con un buen libro de un escritor noruego parece que ahora de moda.
    
Ah, sí, una cosa más, para dar voz a todas las partes recuerdo aquí la definición que el Diccionario del diablo da a la palabra ignorante.
Ignorante: Persona desprovista de ciertos conocimientos que usted posee, y sabedora de otras cosas que usted ignora. No está mal, el que no se consuela es porque no quiere. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios