¿Realmente somos tan diferentes de perros o gatos?



El Chorrillo, 27 de enero de 2015


Estaba sumido en la apacible lectura de la tarde como quien pasea sin prisa mirando distraídamente el paisaje mientras los pensamientos cambian impresiones con la lectura, un texto de Schopenhauer, cuando noté que el párrafo conectaba con algo que suelo ver últimamente a mi alrededor, amigos o amigas, amantes de sus gatos, sus perros, sus caballos, que mantienen con ellos una relación amoroso afectiva digna de admiración. Hablaba este enfadado filósofo, siempre ceñudo y a palos, como el autor de Así hablaba Zaratustra, con sus críticos, del singular placer que nos depara la contemplación de los animales cuando éstos hacen de las suyas por sí mismos, sin ser molestados; cuando persigue su alimento o cuidan a sus crías o se arriman a uno de los suyos, etc. “Que la contemplación de los animales nos solace tanto ­­-afirma- tiene que ver principalmente con el hecho de que nos alegra ver nuestra propia esencia ante nosotros de una forma tan simplificada”.



Victoria en un momento de ternura gatuna con nuestra gata Bartola

Mi cuñada Ana, por ejemplo, mujer de armas tomar aficionada a las artes y a las manualidades y a la que no se le conocían aficiones caninas o gatunas en absoluto y que de repente, después de que su hija adoptara a un galgo, se ha convertido en una defensora a bombo y platillo, su muro de Facebook es un continuo recorrido por el mundo canino, de esos animales que uno creía sólo se utilizaban para correr detrás de los conejos. O mi amiga Montse de Barcelona, dos gatos, una yegua llamada Jazz y no hace mucho la adopción de un perro que andaba por ahí proscrito como huérfano abandonado y que ella acogió amorosamente. O mi hermana, también Montse, que desde que tiene una pareja de perritos, Tobi y Laica, ya no se ocupa de otra cosa que no sea darles todos los caprichos del mundo, una pareja que terminó por entrar en el mundo de Negrito, un gato que adoptamos, cuando de tanto verlo por casa y subirse a mi regazo mientras leía por las tardes, terminó por inspirarme parte de mi último libro Historia de un gato que leía Shakespeare. El gato, que era huérfano reciente, afincado después en casa de mi sobrina Beatriz, terminó haciéndose amigo de mi cuñado Rafa, un hombre no especialmente amigo de los animales pero que le acogió enseguida hasta el punto de que éste ya no era capaz de ver su película de la noche sin que el gato lo acompañase frente a la pantalla del televisor. O la hortelana, mi compañera de viaje, que tampoco quiso animales nunca, hasta el momento en que un garrapatoso pastor alemán se plantó en la puerta de nuestra casa y hubo que darle hospitalidad. Ah, pero de gatos nada, dijo muchas veces ella, cuando los ratones llegaban a correr como Perico por su casa y teníamos que perseguirlos a escobazo limpio entre los muebles del cuarto de estar. Pero ah, un día el sentido materno se sobrepuso a toda otra conjetura y ante la inminencia de orfandad de cuatro gatitos que vieron morir a la madre en nuestra parcela a pocos días de venir al mundo, los genes de la maternidad se encargaron de suscitar en el cuerpo de mi compañera un repentino arrebato materno que concluyó con la adopción de los cuatro gatitos. Decidle a mi chica ahora que la invitáis a viajar gratis al fin del mundo durante el tiempo que quiera, que, sí, cualquier cosa que la alejara de sus gatos y sus perros durante más de un fin de semana y ya veréis lo que os contesta, que nanay de la China, que ella no se aleja de sus gatos más de veinte kilómetros, y eso si alguien los atiende mientras está ausente. O Marga, mi amiga Marga, la mujer de la cálida voz uruguaya que forjó su voz en las tierras de América junto al Mar de la Plata y que no podía vivir sin cantar y que ahora, con una nueva inquilina en casa, la perra Olivia, ha dejado de hacerlo porque entonces Olivia se pone a ulular como una loba a la que la voz de mi amiga le partiera el corazón haciéndole recordar algún lejano novio de una reencarnación precedente. (Por ciento, os dejo aquí un vínculo por si queréis oírla; de verdad, merece la pena, me lo vais a agradecer: Blog de Marga Fuentes.)

Laica y Tobi. Foto de Motserrat de la Madrid
Así que por una parte esa inquebrantable ternura que los animales despiertan a nuestro alrededor, cada cual expresa lo que tiene en el alma escondido tantas veces hasta que llega la oportunidad de hacerse manifiesto, que yo no me imaginaba a mi amiga Marga, o a Victoria, o a mi cuñada Ana tan amorosamente cercanas a gatos o perros; y por otra esa afirmación del cejijunto Schopenhauer, al que no imagino en compañía desde luego de ningún animal casero y que sin embargo viene a hacer una afirmación que en este momento se me antoja complementaria de las aficiones de mis amigas. Me explico, que haya tanta gente que hace de los animales de compañía un complemento muy especial de sus vidas aparece como un hecho natural que tiene que ver con nuestra capacidad de -¿lo llamaremos cariño, acaso amor?, ¿por qué no?- capacidad de querer a los otros, pero que se le agrega acaso ese otro factor de ser ellos también no sólo parte recíproca de nuestro afecto, sino la constatación de nuestra esencia, el reflejo de nuestra ternura, de nuestro “amor”.

Jazz. Foto de  Montse Castellanos

A mí la filosofía siempre me pareció una materia que desbordaba mi capacidad intelectiva llegando a hacerme pensar si uno no sería en definitiva un retrasadito sin remedio con ínfulas de conocimiento y pésimamente dotado para perderse en abstracciones especulativas y en razonamientos que a pocos renglones de empezar a uno le parece como si estuviera leyendo chino. El caso es que, para poner las cosas en su sitio, el otro día en un programa de radio oía a alguien manifestarse sobre este asunto y, respaldado por Octavio Paz, venía a decir que a los filósofos, que la ignorancia de uno hace imposible comprender, no había que prestarles atención, que era gente que había perdido el sentido de la realidad y hacía siglos que se andaban por los Cerros de Úbeda sin ser capaces de aterrizar sobre esa realidad del día a día. Acaso no le faltara razón a este alguien de la radio y no haya que hacer mucho caso a los filósofos; lo que pasa, sin embargo, es que esta gente de vez en cuanto dice verdades asombrosamente ciertas. Sucede cuando en el oscurantismo de montones de párrafos uno descubre, repito que ese uno es cortito, una joya, un pensamiento alumbrador, un razonamiento que vale por diez años de vida; entonces uno tiene que quitarse el sombrero y rendir homenaje al maestro. A Hegel, por ejemplo, le empecé a leer varias veces: fue inútil, no entendía ni jota, pero luego me lo encontré citado y aclarado en las obras del filósofo francés Edgar Morin y fue un descubrimiento, resultó que ambos coincidíamos en un montón de cosas, cuestiones importantes sobre la vida, la muerte, la inseguridad, el riesgo, factores que animaron muchos años de mis andanzas de montaña encontraban su rotunda afirmación y esclarecimiento en la obra de Hegel.

Así que eso de encontrarte a un filósofo clásico hablar de perros y gatos sacando a colación de nuestra relación y observación de ellos esa curiosa conclusión de que tanto nos guste la contemplación de los animales esté relacionada con el hecho de que nos alegra ver nuestra propia esencia ante nosotros de una forma tan simplificada, es un buen descubrimiento. Que podamos vislumbrar la esencia de lo que somos, aunque sea simplificado, a través de los animales que nos acompañan, además de contribuir a una merecida humildad que la soberbia del homo sapiens necesita, nos muestra sin tapujos partes importantes de aquellos valores que son consustanciales con nuestra humanidad. Cariño, ternura, tristeza, aburrimiento, orfandad, deseo sexual, egoísmo, el placer de tomar el sol, el gozo de disfrutar en la blandura de un cojín junto al radiador en los rigores del frío, el placer lúdico de trepar árboles, el instinto de caza, la atención a las crías, son todos comportamientos y “sentimientos” que nos hacen muy parecidos a los animales que nos hacen compañía.



Huérfanos. Foto de Ana Jordán

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