El Chorrillo, 29 de
enero de 2015
He utilizado alguna vez una cita de Sándor Márai, de su
libro El último encuentro. Esto dice
uno de sus personajes: “Uno envejece
poco a poco, primero envejece su gusto por la vida, por los demás, ya sabes,
todo se vuelve tan real, tan terrible y aburridamente repetido… Eso también es
la vejez. Cuando ya sabes que un vaso no es más que un vaso”. Las vida se hacen
muy jodida cuando los conceptos no son más que eso, lo que prosaicamente
apuntan; cuando un vaso es solamente un vaso, significa que acaso la
curiosidad, la vida, está perdiendo consistencia. El protagonista de mi novela de
hoy se tropieza con una idea similar a la de Márai, da un paseo por la playa en
donde de niño habían transcurrido momentos maravillosos y donde los objetos,
los barcos, la arena, las olas tenían el encanto de lo nuevo que quedó fijado
en el cerebro como una gema, un hito para bañar nuestra nostalgia de un halo de
aventura indecible; sin embargo este personaje ha cumplido ya muchos años y
cuando vuelve a esa playa todo lo que ve, todo lo que toca no es más que un
lejano eco de la infancia. El mar, las rocas, el sabor a sal que con tanta
fuerza penetraba los días de verano, ahora sólo sabía a sal, y sanseacabó. El
mundo era el mismo y sin embargo no era el mismo, porque su sentido se había
desplazado acercándose cada vez más a lo que no tenía sentido.
Alberto, Nena Bazzana, Fernando Vázquez, Moisés Castaño y Enrique del Pozo. Cumbre de la Cima Grande de Lavaredo |
¿Desgastan los años nuestra capacidad para sorprendernos y
alimentar nuestra curiosidad? Este verano, que tuve la oportunidad de patear
los Alpes de un extremo a otro no pocas veces de las que me encontré con
parajes y montañas conocidas visitadas y escaladas cuarenta años atrás noté que
muchos días tenía que hacer un gran esfuerzo para recuperar siquiera una
pequeña parte del sentido que estaba asociado a muchas de mis primeras
ascensiones. Pero no siempre era así, en otros casos casi medio siglo después
sí era capaz de recuperar sensaciones y recuerdos puntuales. No vale
generalizar.
De esto es de lo que habla el autor hoy y que en algún modo
comparto, sin embargo no estoy seguro que sea la norma cuando nos referimos al
pasado. Hay un elemento que puede ayudar a razonar de manera diferente. Voy a
probar introducir en ese recuerdo un elemento nuevo, la emoción. Días atrás, en
un comentario a un post que hablaba de la ignorancia, José Manuel Vinches
comentaba que lo que realmente no olvidamos es aquello en lo que ha estado
implicada nuestra emoción. Por sus palabras yo venía a deducir que aquello que
hemos hecho en la vida y que ha provocado un grado alto de emoción en nosotros
no sólo no se olvida sino que se convierte en la sustancia de que estamos
hechos, en el sentido de que determinados recuerdos significativos no nos
abandonan nunca, están en nosotros como si ellos fueran parte de nuestro
cuerpo. La emoción como vara de evaluar lo que en la realidad y en nuestra
actividad es significativo se me aparece como un interesante descubrimiento. Si
la emoción es capaz de ayudar a retener en nuestra memoria determinados hechos
en momentos en que ésta puede llegar a ser un coladero, como es mi caso, es
claro que aquello que es retenido por ésta debe de ser un elemento
importantísimo para mi organismo, para mi yo. El organismo no es memo, es un
chico listo que sabe lo que le interesa y lo que no, de ahí que no se corte un
pelo en tirar por la borda, acaso, montones de historias y acontecimientos personales
que seguro no afectaban a su bienestar último. La teoría del conocimiento que
apunta a interrogar a nuestro yo por aquello que le ha producido satisfacción,
placer, agrado, para a continuación repetir en el futuro aquellas acciones que
en el pasado alegraron nuestros conductos internos, es implecablemente
correcta. Si haciendo examen de conciencia nos atuviéramos a conducir nuestros
pasos siguiendo este criterio de selección seguro que en alguna parte del
camino nos tropezábamos con la iluminación del Buda.
Así que tenemos por una parte la pérdida de la curiosidad y
el sentido que se nos van incorporando al organismo con los años, y por otra, una
fuerza de signo opuesto, ese invento maravilloso que detecta lo mejor de
nuestros actos y pensamientos y que es la emoción.
Las Tres Cimas de Lavaredo. Julio 2014 |
Cuando al final del mes de julio pasaba bajo las paredes de la
Cima Grande de Lavaredo y el Spigolo Gialo,
dos espléndidas escaladas, no por cierto excesivamente difíciles, pero que
guardo en mi recuerdo como una de las cosas más hermosas de mis años de
montaña, tuve una extraña sensación de nerviosismo y emoción que me duró horas
y que estaba relacionada, creo, con la posibilidad de verme encaramado de nuevo
a aquellas paredes. Mi esfuerzo por recordar detalles y ponerme en la situación
del pasado me enfrentaba a una dificultad que soliviantaba mi adrenalina y me
dejaba temeroso y desvalido ante aquella tremenda verticalidad. Y si esto era
así, ahora que hablo de emoción, se me ocurre que acaso tuviera que ver con una
confluencia de dos factores diferentes, por una parte la recuperación de esa
emoción del pasado, de la que hablaba Vinches, y por otra de mi realidad del
momento, es decir mis años, mi alejamiento de las dificultades de la escalada,
mi miedo repentino ante un objetivo totalmente desproporcionado para mí; y
acaso hubiera la confluencia de un tercer elemento: el orgullo de haber sido
capaz de subir por aquellas hermosas y atrevidas paredes. Así que imagino hacer
un cóctel, tomo el recipiente y mezclo uno a uno los tres elementos, la emoción
y la aventura de la escalada realizada cuarenta años atrás, la recuperación
mediante la memoria de aquellos hechos vía la emoción y el miedo y la excitación
de mi incapacidad para ascender ahora y el resultado es un fuerte brebaje capaz de
poner nervioso a cualquiera. Desde este punto de vista era perfectamente
comprensible la excitación que pasar bajo las cumbres del Lavaredo me produjeron.
Así las cosas ahora ya no estoy tan seguro de que con los
años ciertas realidades del pasado pierdan poco a poco su sentido hasta quedar
vacío de él. Sándor Márai se suicidó cuando cumplió la edad de ochenta años, le
había llegado el momento en que para él un vaso era únicamente un vaso, la vida
no podía ofrecerle más, y decidió acabar con ella. Pero no es ni mucho menos el
caso de otra gente para los que una parte importante de la realidad del pasado
quizás ha perdido el sentido, pero que ya de mayores continúan, por una parte
resignificando su realidad y la de su entorno, y por otra recuperando, gracias
a la emoción encerrada en muchos rincones de su pasado, una realidad que
continúa nutriendo el alma de este ser privilegiado que supo atesorar emoción
tras emoción para darse el gusto de palmarla satisfecho como un pachá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios