La pasión de correr




TRAS LA SAN SILVESTRE. Día de niebla. Anoche no hubo siquiera el tiempo para las uvas. La conversación, acompañada por algunas copas de champán, nos llevó de aquí para allá pasando de un año a otro, esta vez sin la presencia de las campanadas habituales, sin el ruido de feria de la Puerta del Sol. Tenía el cuerpo cansado, era agradable conversar frente al fuego de la chimenea. El fondo sobre el que discurría la noche era la fiesta vallecana de la San Silvestre. Saborear las emociones dispersas por esa hora de fiesta. Correr. Simplemente correr. Moverse por las calles de Madrid, atravesar bajo los semáforos en rojo en medio de un bullicio de feria; una larguísima y compacta masa de veintitantas mil personas con una pasión común.

Marisa, kilómetro 90. Todavía faltaban 10 kms. para la meta

Recordé el estado de ánimo que me suscitó momentos antes la lectura de un artículo que me encontré casualmente en la revista Geo, Maratón, la locura de correr, se titulaba. Me había duchado recién llegado de la San Silvestre, había encendido el fuego en la chimenea y me había repantigado en el sillón con la revista entre las manos; tras pasar unas pocas páginas me encontré con el reportaje: Nueva York inundado por la masa de los corredores de la última edición del maratón, un pueblecito de León donde se celebraba la misma prueba, Namibia, corredores atravesando el desierto, las puertas de Brandemburgo, las calles de Madrid... y sentí burbujeante la emoción subirme por todo el cuerpo. Y reparé en mi admiración por tantos corredores del mundo entero; profunda admiración porque aquello estaba fuera de mis posibilidades, aunque sí me hubiera aproximado en algún momento a esas soberbias emociones que colocan a los seres humanos a la altura de sus posibilidades más genuinas cuando uno se acerca al paroxismo de los últimos esfuerzos.

Seguí leyendo, el autor describía su propio recorrido en el maratón del pueblecito leonés. En torno al instante en que la carrera se acercaba al kilómetro treinta, noté que los ojos empezaban a humedecérseme. La voluntad pedía entonces un trabajo mantenido que el cuerpo no podía ya dar; las ampollas, las piernas rígidas, el esfuerzo por llevar un poco de oxígeno a los pulmones, colocaban al borde del colapso a los corredores. La emoción brotaba de la lectura como una fuente cantarina. Recordé aquí mi modestísima carrera en el último maratón de Madrid: mi trotar exhausto por la cuesta final desde el río Manzanares hacia Atocha; los pequeños grupos de personas aplaudiendo; algunas bandas de música. Volví a la lectura, el artículo relataba los últimos ocho kilómetros, los grupos se habían disgregado, una mujer morena que había seguido de cerca la carrera del periodista atleta sin decir palabra, se aproxima y le dice "De aquí en adelante es matar o morir. Si tienes fuerzas sigue mi paso". "No puedo, sigue tú", responde él. Kilómetro 38’5, el cerebro, en el límite de sus posibilidades se aguachina, se produce en él una disolución onírica en donde la realidad es sólo un atisbo de sí misma.



El final de mi propia carrera estaba ahí también, en las cercanías de Atocha. De pronto la multitud crece, se oyen aplausos que aumentan metro a metro. Se me hace un nudo en la garganta, dentro de mí se desata una emoción repentina oyendo la música que brota en las cercanías de la meta; me siento solo por medio de ese gran pasillo que lleva a la meta. Las piernas no resisten más; unos metros todavía y pronto me pentra desde la realidad externa un grito que me saca de mi ensimismamiento: ¡papá! ¡papá! Descubro la presencia de mi familia junto a las vallas de los espectadores. Agito los brazos sorprendido por esa presencia inesperada e intemporal, se me humedecen los ojos; la música suena fuerte inundando mi cerebro, mis piernas no me sostienen, apenas puedo contener las lágrimas cuando piso la alfombrilla de la meta.

Es raro que un artículo de una revista pueda llegar a suscitar con su asociación de ideas un estado emocional parecido. Un mes después de aquel primer maratón viví una experiencia similar cuando llegaba a la meta del estadio de la Peineta tras veinte horas de caminar y correr ininterrumpidamente. Extenuado, solo; quise hacer el último tramo de la pista del estadio corriendo; cuando daba la última curva sonó magnífico el Aleluya de Haendel junto a los graderíos. La música, el trabajo, el sufrimiento acumulado, hicieron que en aquel instante volviera a brotar una emoción cristalina dentro de mí. Inesperadas se agolparon de repente en unas décimas de segundo las muchas horas de camino: el doloroso ponerse de pie en Tres Cantos para continuar en un momento en que las ampollas parecían hacer imposible seguir; los veinte kilómetros finales corriendo desde San Sebastián de los Reyes; la noche; el pisar firme sobre las ampollas; el ritmo lento y continuo de la carrera; los rastrojos de los campos despertando ante los primeros rayos de sol, la sonrisa cordial de los otros corredores a los que fui adelantando desde las primeras horas del alba; la sensación de su cuerpo tenso y fuerte; el sudor inundando toda mi piel; el cielo azul; el suelo empedrado, duro, inclemente, como agujas en la planta de los pies.




Ese imponerme al agotamiento y al dolor fue un gran descubrimiento entonces; encontrar, después de que a las tres y media de la madrugada me sintiera totalmente exhausto, que mi cuerpo podía superar lo que parecía imposible, ese punto en que la voluntad se niega rotundamente a seguir, fue un maravilloso hallazgo. Una maravillosa intimidad la de ese diálogo, interpelación, lucha con uno mismo, por llegar a una meta. La sabrosa conquista de lo inútil.

Tengo una amiga, Marisa, con la que corrí muchas veces y cuya compañía eché ayer de menos en la San Silvestre. Le dedico estas líneas; que el nuevo año le traiga fuerzas suficientes como para enfrentarse a lobos y mandriles, que la fuerza inunde su cuerpo y que el hilo de la inspiración la acompañe siempre.








5 comentarios:

  1. uf... llegue aqui de manos de una amiga del alma que conoco algo lo que siento al correr... algo, porque el todo solo lo conozco yo.

    ...y despues de leer tus letras, vaya, tambien lo conoces tú.

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  2. http://www.lacoctelera.com/fuerademi/post/2006/12/19/corria-

    soy la de antes jajaja... no se como no ser anonima

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  3. Miré un poco por aquí un poco por allá tu blog. Encantando de encontrar frecuencias que recuerdan los caminos y la emoción de su tránsito. Por cierto, que esa foto de ahí arriba me suena :) . Saludos a tu amiga... si la conozco.

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  4. Hola Alberto, yo soy la amiga...:) y no nos conocemos, o al menos eso creo. Tropecé por casualidad con tu blog buscando una foto para mi post, y me temo que te la he tomado prestada sin permiso, ahora que me he parado un poco más a leerte y veo que es tuya. Mis disculpas.
    Pero tu post me emocionó mucho, y pensé automáticamente en mi amiga, lo que ella siente al correr, como me lo ha contado...y le pasé el enlace para que te leyera. Por cierto, las dos construimos ese blog que has mirado por aquí y por allá :)
    Seguiré buceando por tus letras y tus imágenes, me han encantado.
    Un beso.

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  5. Llegará un día en que todos estemos por aquí o por allá en un blog o lo que se tercie, pero ahí, al alcance de la yema de los dedos, como es el caso, compartiendo algún pedazo de vida; lo cual puede ser tanto o más sustancioso que esos Reyes que nos persiguen y nos encandilan desde que somos chicos.
    Hasta ahora, cuando salías por la puerta de casa, era posible que alguien te preguntara: ¿dónde vas?; a dar una vuelta, podrías responder. Ahora ese darse una vuelta, para mí, significa muchas veces una vuelta por el mundo cibernético; eso de compartir las emociones con los vecinos de este planeta tiene su gracia, mucha gracia.
    Un beso, y que los Reyes Majos os sean propicios a ti y a tu compañera de blog.

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