A alguien que conozco, y de quien sé que la relación con sus padres fue tan notoriamente negativa como para inducirle a cambiar de continente para huir de su presencia, se le “escapa” esta tarde un agradecimiento hacia ese su padre que me llena de admiración: “Me encanta transmitir lo que con tanto amor me enseño mi padre”. No es la primera vez que te oigo hablar así de tu padre, le digo. Nada en la vida parece destinado a ser medido por el metro de lo unívoco. Me alegro de ello. Antes me sorprendía encontrarme el dueto amor-odio unidos por un extraño abrazo difícil de definir (no, no me valía aquello de que los extremos se tocan); ahora, cada vez que encuentro estas cosas me hacen mirar la vida con aire de sencilla admiración. Céline, al que me gusta leer, aunque ideológicamente no me sienta cercano a él, escribía en Viaje al fondo de la noche, que en el interior de toda persona hay un enorme fondo de bondad.
En un caso así, ¿en quién hay ese fondo de bondad? ¿en el padre? y entonces no supimos verlo durante cuarenta, cincuenta años de la vida... que tuvimos que esperar a que se hiciera viejito viejito para darnos cuenta de ello, o ¿en nosotros, que nos vamos haciendo mayores, vamos sabiendo más de la vida y empezamos a comprender entonces lo que durante medio siglo no fuimos capaces de entender? Padres dominadores que quisieron hacer de sus hijos la extensión de un proyecto personal, padres agarrados al puño de hierro de una ideología o una creencia religiosa para quienes los hijos debían de ser la prolongación de su propio universo, de sus propias concepciones de la vida. Perpetuarse en los otros. Y aun así todavía es posible decir: “que con tanto amor me enseñó mi padre”. Y sin embargo qué bien si ese amor se hubiera podido matizar al modo que propone Sandor Márai en La mujer justa, un matrimonio que se deshace “por exceso” de amor; “me casé contigo porque no sabía que me amaras tanto”; y añade, intentando salvar la situación: “Hagamos un trato. Vamos a quedarnos juntos, pero quiéreme menos”. Lo que quiera decir esto no es muy difícil de adivinar. Ni el amor debe ser un cincel con el que modelar al otro ni algo que limite la propia capacidad de crecer; mejor considerarlo a este nivel como un deseo de aportar las condiciones que hacen posible que las personas podamos poner en juego todo nuestro potencial interior.
Conozco también el caso de quien no tuvo padre. No sabemos con exactitud la manera en que la cercanía de los padres y su trabajo de crianza desde el nacimiento ejercen sobre nosotros su efecto, aunque a todas luces es determinante; uno se siente inclinado a colocar un buen montón de “irregularidades” de la personalidad en la larga lista de carencias que generarán a lo largo de la vida la ausencia de un padre o una madre. Cómo se conforma nuestro amor y nuestro afecto en el sistema límbico y cómo de la carencia de una autoestima suficiente y de ese mismo afecto cercano derivará una relación con la vida y con los otros conflictiva y desesperanzadora.
De todos modos hay que volver a decir que el cuerpo es mucho más sabio que nosotros mismos. A mí me sucede con mi padre, ciego, mayor, aislado en la oscuridad repentina de una noche interminable desde hace ya algunos años. Durante toda una década mi cuerpo ha ido asimilando algo que yo antes no supe considerar en base a una relación que siempre fue distante por razones diferentes. Yo no puedo hablar elogiosamente de ese amor temprano que mencionaba arriba, pero... sí, por el contrario, puedo hacerlo de un amor postrero, que poco a poco, según se va haciendo él mayor aflora cada vez con más fuerza en mí. Si a estos sentimientos, que seguro debían de estar dentro de él y de mí a lo largo de los últimos cincuenta años, les hubiéramos concedido la oportunidad de expresarse; si, acaso, no hubiéramos estado todos “tan ocupados” en nuestros propios asuntos, tan sordos a nuestra voz interior, es más que probable que las relaciones con nuestros padres, con nuestros hijos hubieran tenido mucha mayor posibilidad de ser un bello y armónico cuadro de convivencia y cariño.
Me pregunto: ¿cómo habría de ser la vida si nuestro conocimiento, nuestra percepción de todos los hilos de nuestras relaciones presentes y pasadas fueran susceptibles de ser valoradas empáticamente cada vez que entramos en conflicto con los otros, con nuestros padres, nuestros hijos? ¿Quién no recuerda tremendos conflictos familiares en su vida a los que el haber arrimado la brasa, la luz del conocimiento verdadero, habría reducido a cenizas? Conocimiento verdadero: los sentimientos que subyacen en lo hondo de nosotros por encima de los intereses de prestigio, ideología... lo contrario de esas cosas que ensucian la genuina y cristalina superficie del afecto, de la ternura, de los lazos de sangre.
No parecen comportarse las plantas de modo muy diferente. Un exceso de agua, “de amor”, las ahoga; una carencia de los nutrientes más necesario arruina la vida de la planta. Sin embargo está claro que no es posible, ni siquiera en el peor de los casos, dejar a un lado ese algo que representa la parte irreductible de nosotros, de nuestro afecto; ese caso de un cuerpo desnutrido sistemáticamente que va disminuyendo poco a poco hasta la mínima expresión, y en donde el cerebro –la parte más importante de nuestro cuerpo- es la última en mermar, es un ejemplo de cómo en última instancia nos podemos ver sorprendidos dentro de nosotros mismos por un amor o un afecto que nunca lo hubiéramos creído encerrado en el mecanismo de nuestro yo. El último valuarte de la vida, que como una fortaleza sitiada, saca de sí un último esfuerzo para decir algo que le sale de las tripas y del alma: te quiero.
Pues sí, así de contradictorias pueden ser las relaciones con nuestros padres. Tan contradictorias y dolorosas como las negociaciones del gobierno con los etarras.
ResponderEliminarLa única diferencia es que, mi padre me enseñó con amor a hablar y a escribir correctamente y dudo que los etarras hayan hecho algo con amor.
Pero volviendo a tu blog de hoy; me gustó y me amargó al recordar que siempre tuve un padre que me dio una de cal y otra de arena, que si hacía lo que a él le gustaba, me quería y si no, no me quería. El juego maldito del: "ahora te quiero y ahora no te
quiero" que hacen que uno crezca en la inseguridad, la ambigüedad, la zozobra, la inestabilidad permanente, y uno tiene que recurrir después al psicólogo y tirarse 10 años escudriñando en el fondo de las entrañas para llegar a darse cuenta de que toda esa inestabilidad viene porque tus padres no te dieron amor, lo único que necesitamos para crecer en paz y ser felices.
En definitiva:lo que dices en tu blog de hoy es tal cual lo que me ha ocurrido.
Gracias por tu clarividencia y por tu forma de expresarlo. Me pegó fuerte.
Perdona,"baluarte" va con "b". Quizás fue un error al escribirlo ya que la b y la v están pegadas en el teclado. Perdona.
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