Lutoslawski

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Al final de la tarde cogí el coche y busqué un lugar alejado para pasear más allá de la nueva autovía. Me había llevado el libro en el que estoy, pero no lo toqué. Me bailaban no obstante en la cabeza la bastante ininteligible tarde de Dedalus y Lepoldo Bloom; ininteligible quizás porque llevo días que no logro mantener la atención en una lectura que requiere estar en lo que se lee. Lo curioso es que pese a mi atención más bien liviana, y no conociendo con exactitud lo que estaba sucediendo en esa tarde, había destellos del relato que me venían a la mente de manera parecida a como se ven los objetos en la noche frente a los faros cuando conducimos por una carretera muy accidentada, realidades cambiantes que el fogonazo de un flash sólo es capaz de recoger parcialmente. Sabía que había alguna prostituta por medio y que lo que sucedía no se adaptaba precisamente a una realidad tangible. ¿Mujeres? acaso, pero en cualquier modo mujeres que son el cuerpo del alma alrededor de la cual yo vuelo con cierta frecuencia como mariposa nocturna alrededor de una luz; no precisamente la mujer concreta. ¿Qué son ellas? ¿qué soy yo? ¿qué es lo que mueve estas cosas de hombres tras las mujeres, de las mujeres tras los hombres? Y pensaba, recordando una reciente conversación en la que nos enzarzamos el pasado sábado, a la que dio candela Ana, la Ana del Badulake, claro, que las mujeres de las que ella hablaba no eran las mujeres que buscan mi alma, aunque accidentalmente sí las pudiera buscar mi cuerpo. Y si Bloom y Dedalus se habían dado una vuelta por el prostíbulo no parecía que el llamado fuera exclusivamente el fornicio. En nuestra conversación poscelebración de cumpleaños en la casa de mi suegra, siempre un museo tapizado por los retratos de los catorce nietos, allegados, hijos, etc, X defendía a capa y espada el emporio de la razón; Ana, Victoria y un servidor abogábamos, parecía, más por conceder al instinto y a la intuición un respetable margen en el negocio general de la vida; todo ello mezclando la más resuelta disposición de muchas mujeres a expresar entre ellas pormenores de sus relaciones sexuales, frente al mesurado silencio de los varones.
La tarde caía y el vallecillo que había elegido para caminar estaba espléndidamente solitario; llegaba el olor de las matas de tomillo y de las jaras esmirriadas y sedientas. Recordé enseguida una reciente cita que había usado hacía días en otro lugar, era de Cioran: “...Un elevado conocimiento está sólo a medias en el círculo luminoso del intelecto; la otra mitad tiene sus raíces en el oscuro suelo de lo más recóndito; de suerte que un gran conocimiento es ante todo un estado de ánimo y sólo en su punta más exterior está el pensamiento, como una flor”. Así que un gran conocimiento, y siguiendo discrepando con X, sólo está pálidamente en los caminos de la razón. La cuestión esta tarde era constatar la validez de ese continuo andar entre los atisbos de las realidades, las intuiciones, las lecturas a medias, ese movimiento de la mente empeñada en no parar un segundo, siempre moviéndose como una brújula loca impulsada por cien cosas a la vez. Acostumbrados como estamos a creer en la fiabilidad de la madre razón, cuando uno decide encomendarse a otro santo más convincente aunque más ubicuo, evanescente e inaprensible, se producen estados mentales que, hablando como habla la música o la poesía, un lenguaje ininteligible pero totalmente práctico, uno no sabe en qué consisten exactamente, pero de los que se puede afirmar que obran la gracia de ir recomponiendo poco a poco el puzzle interno. Las preocupaciones, las pasiones, la tristeza, el dolor del alma o la alegría, cosas de todo punto de vista mucho más importantes -y que requieren por tanto nuestra atención- que la mayoría de los asuntos cotidianos que nos traemos entre manos, encuentran mucho mejor su acomodo, su solución, no el ámbito de la razón, en el hecho de ser destripados como un juguete después del día de Reyes, sino en el acto de ser contemplados o pensados. Arrancar la flor para aprender cómo es la flor no nos acerca a su conocimiento, la mata; el acto de olerla y admirar su belleza eso sí es conocimiento.
Vamos, que se me hacía de noche, que ya no veía ni pijo con tanta digresión y que si me descuidaba no iba a encontrar el coche escondido entre las retamas y las encinas. Habría que preguntarle a Cioran después de todo esto por qué entonces aquel suyo: “el conocimiento mata”. Encontré el coche entre las oscuras encinas y seguí una pista que subía la loma. Me estaba dejando la pintura entre las retamas; más arriba el camino desaparecía en medio de un sembrado; se ve que no se puede estar a muchas cosas a la vez. Más allá de pronto me encontré con el morro del coche asomado vertiginosamente sobre una pendiente excesiva que se perdía abajo en la oscuridad. Estrené todoterreno hace poco, pero la cosa no era para andar haciendo pruebas propias de parapente. Así que di marcha atrás y postergué la continuación de lo que tenía en el magín. Espero no perder el hilo. Al final no me costó mucho encontrar el camino de regreso. Probablemente Cioran habla de dos tipos de conocimientos, el conocimiento como estado de ánimo, como resultado del ejercicio de nuestra mirada interior y ese otro que tiende a destripar las cosas y a ponerlas unas detrás de otras. Según el primero mejor no conocernos unos a otros del todo, mejor dejar espacios de misterio, zonas vírgenes que explorar, porque quizás pueda suceder así que cuando lleguemos al conocimiento completo, la amante, la esposa, el amigo, la atracción haya menguado un buen pedazo.
Contentísimo de haber comprado este trasto ruidoso pero que sube tan alegremente las cuestas en donde el Málaga ya echaba el bofe. El caso es que según voy llegando a casa traqueteando por un camino de hondas rodadas, encuentro que mi ánimo, entre las digresiones y el revuelo de los recuerdos y los imponderables, esa espina que siempre lleva uno dentro, se ha vestido de adustez y trascendencia y ahora lo que necesita es algo no que lo calme ni le haga regresar a ningún especial limbo de felicidad, sino por el contrario alguna dosis de... ¿de qué? Entro en casa, aparco el coche y me largo derecho a la cabaña. Busco en mi memoria una música, recuerdo algo, pero... sé que empieza por L, un nombre ruso o así, abro la base de datos: Lutoslawski, eso es, Música fúnebre a la memoria de Béla Bartók. Abro el Winamp y ya está. Abro la ventana de par en par, play, apago la luz, pongo los pies sobre la mesa y miro arriba las estrellas. Nada de pensar ahora. Ahora sólo la música. Abrir los poros del cuerpo, escuchar, dejar que todos los pensamientos de la tarde vengan a ser fecundados por la música, por el silencio de la razón, “vivir el instante como si viviéramos algo definitivo, sin principio y sin fin” (también Cioran, no faltaba más).
Ahora ya es tarde, mi ventana está abierta de par en par y junto a ella un individuo escribe y vuelve a escuchar la música de Lutoslawski que escuchó y motivó estas líneas. Apacible noche camino del otoño, tiempo para apagar el PC y seguir ahora escuchando otra música, Béla Bartók, por ejemplo, que tanto me gusta sin saber por qué.

1 comentario:

  1. Ya sabia yo que nuestra conversación traería cola.... en sentido figurado....ja,ja...
    Besitos ,pero tu eres mucho más racional de lo que defendias y sino mira la cola que te ha traido....
    Ana la del Badulake

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