Algún libro de mi adolescencia debió de ser determinante para fijar en mi retina imágenes que en el futuro deberían ser un referente a la hora de optar por un estilo de vida. Cuando leí Walden, de Thoreau, hace una década, creí encontrarme tras la pista del origen de alguna de aquellas tempranas inclinaciones; Monte Frío, de Charles Frazier, también por aquella época, me acercaba igualmente a un modo de vida que de tener que elegir desde el limbo de una reencarnación por recomenzar habría sintonizado con mis gustos. Algo así como si la constitución genética de que cada uno está dotado llevara en sus cromosomas las inclinaciones personales que serán después en la vida una meta buscada constantemente en la ambigüedad de los múltiples estímulos y que sólo necesitara en los años tempranos de un catalizador para reaccionar.
Pero no debo confundir lo anterior con aquellas aventuras que aparecían en los tebeos de entonces, en las novelas de Emilio Salgari, aquello era la simple alegría de la aventura, los paisajes nuevos, la curiosidad, la sorpresa a la vuelta de cualquier esquina, ese episodio que terminaba en un momento de tensión para invitar a la compra del próximo ejemplar la siguiente semana; se trata de otra cosa, algo mucho más íntimo y vivencial. En esta mañana de frío invernal, de sol acariciador mientras paseo por el bosque de nuestra parcela con los árboles ya demediados de sus hojas y el suelo cubierto y crujiente bajo mis pies, hay algo de aquella lejana disposición mía a reconocer en un rincón de la naturaleza el entorno donde quisiera vivir y moverme. El otro día visitaba la página del Google Earth donde aparece nuestra casa y la miraba con gustosa satisfacción. Desde mi infancia, en lo más hondo de mí, creo que existía esta añoranza de vivir rodeado de árboles; quizás pensaba en los bosques cercanos a las montañas, en algún intrincado valle del Pirineo, pero eso hubiera sido incompatible con las ofertas de todo tipo que hace una gran ciudad como Madrid; así que lo más probable es que entonces mi poca experiencia, un pipiolo que había empezado a vivir, no llegara a comprender todavía la importancia de otras realidades culturales y sociales que deberían sumarse a ese afán primero por vivir en contacto con el sol y la tierra.
Esta noche hizo bastante frío y por la puerta abierta de par en par de la cabaña debió de entrar un relente que me obligó a dormir encogido, lo que ha resultado en un entumecimiento matinal en todo el cuerpo. Así que para quitármelo de encima nada más levantarme me abrigo y con las manos en los bolsillos paseo por el pequeño bosque de El Chorrillo. Y paseando recuerdo aquellos lejanos sueños infantiles en donde me veía de adulto trabajando y caminando por un entorno similar a éste. Y probablemente se suman las impresiones de estos días talando árboles y construyendo con su madera un porche al norte de la parcela; recreando en cierto modo los trabajos de Paula y Mario el pasado año cuando en las laderas de La Cabrera se construían con madera y barro lo que sería su hogar, esa visión bucólica de la vida que no es sólo soñar con un lugar idílico sino que se puede hacer realidad con tal de que pongamos suficiente voluntad en el proyecto. Creo que de hecho el pensarlos a ellos en aquel entorno era como pensarme a mí mismo en la proyección que hacía de mí y de mi vida futuro cuando era muy joven.
Cuando uno tiene todavía pocos años de vida no es fácil saber con aproximación lo que nuestro ser interior anhela; pero por poco que nos escuchemos a nosotros mismos lo más común es que ya desde la temprana niñez nuestro instinto, optando entre las muchas posibilidades que se van abriendo paso ante él, vaya encontrando rasgos y aspectos de una existencia global que año tras año, sintonizando con lo que uno ambiguamente entiende que es su mundo, terminará por constituir el núcleo de una forma de vida.
Mis últimas semanas transcurren últimamente paseando por el mundo –un invierno en América que puntada a puntada voy sacando de mis apuntes y de mis recuerdos para un blog–, haciendo versos –esa suerte de sentirlos en las yemas de los dedos al calor controvertido de un afecto-, leyendo y dejando pasar las horas con la voz de una lectora que me lee, mientras paseo o sueño, una novela o un ensayo sobre filosofía; siempre bajo este cielo del sur de Madrid, con la sierra con su sombra azulenca en la lejanía, con la noche arropando con sus lentejuelas brillantes los huecos de las copas de los árboles. A veces, cuando mi humor no está de parabienes, paseo largamente durante horas haciendo infinitos recorridos entre los árboles, llegando hasta la cancela, subiendo al promontorio de la piscina desde donde miro por unos minutos el campo seco de los alrededores, rozando la perfumada madreselva, mirando por un instante las rosas que todavía florecen en la fachada oeste de la casa. Todo esto termina sosegándome. Sólo tengo que echarle paciencia, resistirme a mí mismo, esperar como hace un par de días toda la tarde y parte de la noche arropado sobre la chaise-longue a que la energía de los árboles, del cielo, de las lejanas estrellas entren en mí y me traigan la calma, la sencilla dicha de ser uno más en la masa biológica que palpita en este entorno.
Algún libro de mi adolescencia debió de ser determinante para fijar en mi retina imágenes que en el futuro deberían ser un referente a la hora de optar por un estilo de vida. Lo anterior fue sólo un proemio para decir que cuando regresé de mi largo paseo me encontré encima de mi mesa el viejo ejemplar de Río Peligroso, de R. M. Patterson. Creo que escribí algo sobre él, pero no estoy seguro; se trata de uno de los pioneros del norte del Canadá que exploró las tierras entre las cuenca fluviales de los ríos Mackenzi y Yukón y que se instaló por un tiempo en la entonces desconocida e intrincada región del Nahanni. Fue uno de mis libros más tempranos, vida de auténticos pioneros viviendo en condiciones extremas en inhóspitas regiones de la tierra. Busqué el libro durante años sin encontrarlo y sólo hace dos lo volví a recuperar, esta vez envuelto en papel de regalo un día de Reyes. Después de cincuenta años me he vuelto a encontrar con un libro que debió de depositar en mí sueños de aventura y de intensa vida en la naturaleza. Hoy reconozco en sus páginas ese trozo de mí mismo que tan vinculado está al medio en que vivo
Una sugerencia que no sé si ya has disfrutado: "Tras los renos del Canadá" de Erik Munsterhjelm. En inglés "the wind and the caribou". El libro de los libros en relación con todo esto que has comentado aquí.
Una sugerencia que no sé si ya has disfrutado: "Tras los renos del Canadá" de Erik Munsterhjelm. En inglés "the wind and the caribou".
ResponderEliminarEl libro de los libros en relación con todo esto que has comentado aquí.
Gracias por tu sugerencia. La tendré en cuenta junto a ese montoncito de libros que le andan a uno esperando.
ResponderEliminarUn saludo
Alberto