Mejores y peores culturas

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Anoche, cuando más allá de las tres de la madrugada me iba a la cama, salí como siempre a darme una vuelta por la parcela. Mientras observaba el trozo de luna que colgaba sobre el cielo de levante, oí un rumor de aguas que parecían venir de algún rincón del jardín. Pensé en el aspersor que siempre deja resbalar por su juntas un débil chorro de agua y que utilizan los pájaros para bañarse o nuestros perros para beber, pero era un rumor cantarín y musical que parecía tener otra procedencia. Lo dejé estar y me fui a dormir. Fue un rato después, a punto de dormirme, mientras contemplaba desde la cama los resplandores del fuego sobre el encalado de la habitación, cuando descubrí que el rumor procedía de las copas altas del álamo de enfrente. La calma de la noche era total, pero allí arriba, en lo alto, se agitaba débilmente el sonajero de las últimas hojas del otoño.
Y esta mañana, algo avanzado ya el día, cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue el vestido otoñal del álamo blanco que duerme junto a mi cabaña. Desde que me desperté daba vueltas a la fecha en que emprendería mis próximas caminatas, esta vez acompañado del pequeño refugio rodante al que ya sólo faltan pequeños detalles. Y de pronto, mirando el espléndido espectáculo otoñal de mi parcela que llegaba hasta mi cama, cambié de opinión. ¿Cómo me iba a marchar, precisamente ahora de este otoño encantador que se desplegaba lleno de luz y de colores cálidos frente a mi vista?
Tan atados estamos a los calendarios que no es fácil acomodarse así a la primera a esos otros ritmos de la naturaleza que mejor deberían guiar nuestros proyectos e impulsos. ¿Hay alguien, por ejemplo, que quede con los amigos para coger níscalos en primavera? Evidentemente no; tampoco nadie se lleva los esquís a la sierra en el mes de julio. Así el otoño. Sólo que en esta ocasión el otoño está aquí, en mi casa, bello y sugeridor las veinticuatro horas del día, lo que me hace pensar en que no me liaré con otro proyecto hasta que las hojas de álamos, acacias, perales, higueras, sauces, catalpas, arces, moreras se hayan posado todas sobre el suelo dispuestas como alfombra a dar entrada al invierno.
Así que abandonar los calendarios y guiarse por otros medios; que la belleza del otoño sea capaz de decidir por nosotros, que la lluvia o la nieve sea ocasión para coger setas o introducirse en el silencio blanco de los bosques, que el invierno sea caminar junto a los mares del sur, que la luna la ocasión idónea para subir a un promontorio donde contemplar desde el saco de dormir el gran llano sembrado de las luces ambarinas de los pueblos silenciosos.
Que yo le esté muy agradecido al sistema, pese al dolor que me producen sus injusticias y su actitud corta de miras para las cosas importante de la vida, tiene bastante que ver con este concepto del tiempo por el que abogo hoy. Algo que hubiera sido acaso totalmente imposible con una organización económica y social diferente. Que un pobre diablo que no ahorró un duro en su vida y que vivió, o pretendió vivir, acorde con sus impulsos naturales, pueda a estas alturas disponer de recursos para acostarse diariamente envuelto por el rumor de las hojas y el calor del fuego; pueda, cuando el otoño acabe, volar hacia el sur como las aves; hacerse un día al sol para leer de cabo a rabo una larga novela de Jack London; pueda disponer de un trimestre o un año completo para darse una vuelta por el mundo, es algo que difícilmente podrían hacer ni los gorriones del Evangelio ni los adoradores del becerro de oro.
Ayer, sentados alrededor de una mesa en una cabaña adentrada en el monte de la sierra de La Cabrera, la cabaña de Paula y mi hijo Mario, manteníamos una acalorada conversación que surgió ante la problemática de tener que fijar los límites del concepto “mejor que” al comparar culturas más primitivas con aquellas otras más avanzadas como la nuestra. Decir que una, la nuestra, es mejor que las otras, alentaba en ellos una fogosa disconformidad. Decir peor que, o mejor que era un término no válido. Hubimos de dar marcha atrás y hablar en otros términos en los que fuera más fácil entenderse. Y en ese sentido (un jilguero salta sobre una rama de la higuera próxima y distrae mi atención. Hacía tiempo que no veía uno en esta pajarera que es nuestra parcela); y en este sentido hablamos de culturas en donde el individuo puede ejercer un mayor número de potencialidades en oposición a otras en las que éste carece de estas posibilidades hasta el punto de necesitar la mayor parte de sus energías para dar satisfacción al hambre, a la sed o al sueño. Ellos, Paula y Mario, que defienden de las poblaciones más primitivas la sabiduría que el entorno natural creó en ellas, y que detestan como nosotros las calamidades que nuestra civilización ha introducido con sus mecanismos de poder y competitividad, intentan construir una síntesis que recoja las mejores bondades de ambas culturas.
Es en la construcción de esa síntesis en donde nuestros puntos de vista no concuerdan a veces. La posibilidad de optar a mí me aparecía como el elemento más determinante de la discusión. El ejemplo era éste: tener un hijo en un poblado adentrado en la selva del Orinoco entre los yanomanis o tenerlo en otras circunstancias en donde le quepa la posibilidad de apreciar la música de Mozart, la posibilidad de elegir entre las casi infinitas posibilidades que ofrece nuestra cultura occidental. Era una de las medidas comparativas entre ambas culturas. Que el hijo tenga incluso la posibilidad de vivir algún día en el Orinoco si así lo decide. Por lo demás, que nuestra cultura es fantásticamente absurda en multitud de aspectos es tan obvio que no merece la pena discutirlo; las trampas son múltiples, por lo que el asunto de vivir en gran parte debe estar dirigido a detectar los engaños del sistema para no caer en ellos y en elaborar a partir de la propia experiencia, del propio discurso interior, personal o de la pareja, las claves de una vida que pueda usar agradecidamente de todas las aportaciones positivas que nuestra civilización occidental ha aportado durante milenios, dejando a un lado la peste y la locura de que está impregnada nuestra economía y nuestra sociedad.
Y es verdad también, no hay cultura en el mundo, ni sistema económico, al menos en lo que se conoce del último millón de años, que haya hecho posible en los hombres de a pie esa capacidad que hoy disponemos de elegir y de hacer de nuestras vidas aquello que nuestra imaginación quiera pretender. Sólo es necesario ser mesurado y trabajar empeñativamente para ello.
Ahora, después de esta larga disertación, a ellos, que estaban construyendo un enorme gallinero de dos pisos, tendré que convencerles para que en ese orden natural de las cosas me dejen disponer de tanto en tanto (para algo uno es el father, como dice mi hijo) del ático de ese precioso gallinero que han empezado a levantar junto a su choza cuando mis excursiones de caminante me lleven por aquellos lares. Y las gallinas... que se vayan con viento fresco. Ellos se marcharon a Méjico una larga temporada y yo me encontré el invierno pasado como en medio de un paraíso, afincado frecuentemente en su cabaña junto a la estufa de leña. Si para ellos la síntesis es tener un amplio gallinero, para mí esa misma síntesis puede consistir en disfrutar del entorno natural que estos chicos listos han sabido hacerse.
Ayer fue el otoño de San Ildefonso de la Granja y los alrededores de la cabaña de ellos; hoy es el de mi casa. Mañana, cuando ya el otoño se haya disuelto en invierno, será la cercanía del mar mi hogar por un tiempo.


1 comentario:

  1. muchas cosas que decir, tantas que pa' qué decirlas. En la discusión me quedo en la duda que que sea obvio que otras culturas no occidentales no tengan infinitas posibilidades a las que somos ciegos desde nuestra cosmovisión occidental. Y otra cosa volverse a encontrar con lo que fuimos, o encontrarse con quien caminó hacia otros rumbos, ¿sómos celula caminante que no regresa? Por que no lanzar las posibilidades vitales hacia todos los rumbos.

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