Hacía
un frío del carajo, sin duda bajo cero y con un viento que helaba el
aliento. Era verano, pero sí hacía mucho frío. Fue el jueves
pasado. Ráfagas de niebla barrían la loma y la luna aparecía y
desaparecía a capricho dejando un rastro de velada claridad, al otro
lado de la cual se empezaba a adivinar un amanecer renuente a hacer
acto de presencia ante tan desacostumbrado bajón de temperatura. La
cumbre de Peñalara se dejaba ver entre los hilachos de niebla como
una mole oscura inerte e intemporal. Pasando junto a un abrigo rocoso
descubrimos la mirada de un can que nos contemplaba somnoliento y
pacífico arrebujado bajo una manta entre los cuerpos de sus amos que
dormían embutidos en sus sacos.
De
vez en cuando me paraba para esperar a mi hermana Monse que, brava y
dispuesta como nadie, había respondido por teléfono horas antes a
mi propuesta de hacer una ascensión nocturna en Guadarrama, con una
divertida aceptación. Ella nunca había subido a una montaña, pero
no se cortó ni un pelo cuando le dije que tendríamos que salir a
las tres de la mañana. Gusto da encontrar gente así de marchosa.
Fuera, pereza, vete, como decía mi suegra años atrás contando cómo
se había enfrentado a una actividad que no le era grata. Fuera,
pereza. Qué cojonudo poder reírte de tu propia pereza, esa de la
que Celine decía que es más fuerte que la propia vida. Fuera,
pereza. No dejarse tomar el pelo por esa señora que de tantos
engaños se sirve para hacer lo que le da la gana con nuestras
disposiciones. Y nada, pues ahí estábamos. Veinte grados cuando
salimos de casa, diez grados en el puerto de Cotos y no sé cuantos
menos de a dos mil cuatrocientos metros con un furioso viento de
tempestad a babor; metidos en el regazo de la noche por el simple
capricho de caminar en la oscuridad bajo la luna y querer ver
amanecer desde la prominencia de un pico al que hacía tiempo que no
subía pero que es algo parecido a cualquiera de los queridos
rincones de mi casa, esos lugares que existen en ti y que por mucho
que pase años que no los visites perviven como parte integrante de
tu yo. Ah, esas primeras montañas que recorrimos cuando todavía
éramos unos pipiolos y mirábamos al mundo admirados, como saliendo
del cascarón, sobrecogidos por la belleza de un amanecer o por la
violencia de una tormenta, o como cuando nos perdimos al final de una
tarde de invierno y no sabiendo encontrar el camino vagamos durante
toda una noche en el manto blanco y mortal de unas montañas que por
entonces se pudieron convertir en sepulcro, pero que superada la
dificultad, llegados al fin al calor, se convierten en la pura base
de tu personalidad, de tu amor por la montaña, en la inquebrantable
amada que te acompañará durante toda la vida haciéndote sufrir,
poniéndote en peligro, enseñándote a superarte a ti mismo,
mostrándote lo que es importante en la vida y lo que no es,
descubriéndote la inenarrable belleza que encierra su cuerpo, su
pubis, sus vibrantes caderas donde el olor de las ratamas o el
perfume de los pinares llegarán a instalarse en tu interior del modo
similar a como lo puede hacer la mujer de tu vida.
Vamos,
que subir a Peñalara la noche pasada era todo esto y algunas cosas
más. Me gustaba encontrarme allí, junto a todas aquellas
impresiones, el paso regular de mi hermana a mi espalda. Dos hermanos
son a veces una extraña mezcla de vida y sangre en común, alguien
que puede estar ahí como un constituyente que forma parte del
paisaje de tu vida tanto como lo puede ser un brazo o una oreja, con
esa naturalidad de la que no somos consciente, como no somos
conscientes del acto de respirar, pero que, llegado el caso, se nos
presenta como una revelación, un misterio, una parte de nosotros.
Cosas de esas que viven en tu interior sin manifestarse a bombo y
platillo pero que son tú en la medida en que, al modo en que pensaba
Ortega y Gasset, el yo es algo mucho más amplio y complejo que todo
lo que nuestra corporatividad representa. Yo yo, yo mi historia, yo
mis recuerdos, mi amada, mi familia, mis íntimas frustraciones, mis
anhelos, mi sentido de la fragilidad, yo mi muerte.
En
la cumbre la ventolera era todavía mayor, pero... ah, el ambiente
era espléndido, hacia el norte un enorme mar de nubes se extendía a
nuestros pies, grisáceo, ceniciento, sumergiendo en la noche y en la
nada la entera provincia de Segovia; en el lado opuesto Cabezas de
Hierro emergía como un tizón de la melaza betunosa del valle
envuelto en el azul profundo que precede a la llegada de un nuevo
día. Sin embargo el espectáculo más llamativo se producía en
aquel momento por levante. Las nubes, aquí ya iluminadas y como
saliendo en trompa de la noche tras las rocas del pico inmediato, se
levantaban cual chorro de luz sirviendo de fondo al gran peñasco de
Claveles. Al fondo se recortaban nítidas las aguas del pantano del
Atazar.
Después
de las fotos de rigor buscamos más abajo un lugar protegido del
viento desde donde pudiéramos asistir al gran milagro, ese que se
produce todos los días en cualquier parte del mundo y que tan
indadvertido pasa a gran parte de la humanidad; amanece, que no es
poco, como dice el título de la película. Ese contacto con la
realidad, el amanecer, el ocaso, el nacimiento, la muerte, que de
vivirlo en una mayor proximidad, más conscientemente, será capaz de
catapultarnos a una relación con nuestra propia existencia
probablemente más, cómo decir, intensa, más amorosa.
Descendimos
unos metros por la ladera sur y esperamos a que el sol llegara hasta
nosotros. Las nubes colorearon su borde superior con el fuego primero
y tras él el disco solar apareció como un dios sobre el Olimpo
derramando su majestad y su luz sobre nubes y montañas, encendiendo
las rocas de una verdosa luminosidad, dando relieve al valle dormido,
sacando de su sueño a los bosques que soñaban junto a las aguas del
río Lozoya.
Todavía
hubimos de cabalgar por la cresta rocosa de los claveles. ¿Todo
bien?, le preguntaba de tanto a en tanto a Monse. Aquella cresta
impone un poco respeto, pero ella, que jamás había pisado una
montaña, no parecía preocupada. Es una bonita trepada esa cresta.
Más abajo la temperatura se humanizó, apareció la laguna de los
Pájaros, el tapiz verde de su ribera, la retamas en flor, de nuevo
aquel camino o aquel prado que tantas veces transitaste cuarenta años
atrás, ahí es na, el prado en donde dormimos toda la familia una
noche de viento en que las tiendas estuvieron a punto de volar, el
rincón entre las rocas en que hiciste el amor con tu amante, una
pequeña laguna en que recreaste para tus alumnos la historia de
Alvargonzález y que tu cambiaste por la Laguna Negra para ambientar
el relato a las circunstancias, el fondo del valle por donde en
invierno vagaste con tu amigo Emiliano en tus primeros días de
montaña durante una noche infernal en que a punto estuviste de
perder tu joven y entusiasmada vida, las laderas que atravesaste otro
amanecer sobre los esquís camino del puerto Reventón... .
Y
la vida es eso, ir llenando tu cuerpo del néctar de los recuerdos,
del dolor, de la alegría, del placer, del esfuerzo, de la suavidad
de los aromas que rozan nuestros cuerpos, de la fragancia de nuestra
curiosidad, del aroma que la memoria despide al contacto con un día
más que comienza.
Imposible de olvidar el amanecer del dia 6 de julio 2012 en peñalara con mi hermano
ResponderEliminarBuena ruta, atrevida por parte de Montse y un texto acompañándola impecable.
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