Huérfanos. Una historia de gatos





Suena el desperador. Las cuatro de la mañana, una hora antes de lo habitual. Lo apago y medio adormilado me incorporo y sin vestirme me dirijo a la puerta de la cabaña, salgo al exterior. Hay un cuarto de luna en el cielo. Doblo la esquina del edificio y paso a la biblioteca. Lo primero que veo en el suelo es una bolsa de lonchas de chorizo. Probablemente anoche, cuando hice el macuto, se me cayó el chorizo por el pasillo. En el pasillo no hay nada. No entiendo. Creí haberlo dejado dentro de una bolsa de plástico en el interior de la mochila. Cuando voy a encender la luz del baño se produce un revuelo en la oscuridad y algo me pasa precipitadamente bajo los pies. Acierto a identificar a un gato. Se ha metido en una de las habitaciones, lo persigo pero vuelve a escaparse, en esta ocasión dio con la puerta correcta: se pierde en la noche.
Desde días atrás había visto pasar bajo la ventana de la cabaña alguna tarde a un gato de curiosas manchas anaranjadas salpicando su lomo blanquinegro; su aspecto era un tanto de despiste. Parecía caminar sin rumbo fijo. En otro momento me lo encontré zampándose los restos de un gazapo que debía de pertenecer a la familia que habita bajo la furgoneta que usamos de caseta de herramientas. De allí salen todos los días no menos de cuatro o cinco conejillos que juegan y se persiguen por la parcela como si aquello fuera una secuencia de Walt Disney. Hace no mucho indagué por ahí a la búsqueda de un remedio para acabar con ellos y encontré un cepo, una trasto un poco terrorífico en el que te puedes dejar la mano o un pie si te descuidas. Lo puse un par de días y al tercero me encontré que merodeaba por la parcela un gato. No volví a ponerlo. No es que los conejos no me caigan simpáticos, que me lo caen, pero es que hemos pasado de ver uno o dos a encontrarnos con muchos, eso sin contar con los hoyos con que están sembrando la parcela. Ahora intento hacerme a la idea. Cuando sean ciento y la madre ya pensaré qué hago. De momento disfruto viéndoles allá, al fondo de la parcela, brincar llenos de despreocupación como quien se pasa el día jugando.


Hoy me he propuesto ver amanecer en la cumbre de la Najarra, al norte de Soto del Real, así que sustituyo el chorizo que se zampó el gato, desayuno y me pongo en marcha. Es una de las variantes de mis cinco de la mañana de este verano. De vez en cuando sustituyo en mis paseos matinales los campos de El Chorrillo por algún bello rincón del Guadarrama o la Pedriza, especialmente si hay luna. Los primeros rayos del sol me pillan en la parte alta del bosque que se extiende desde la Hoya de Blas hasta cerca de la cumbre. El pinar se viste de un bello tono acaramelado, en el ambiente flota un suave calina en donde se disuelve la débil acuarela de Canencia y el perfil encrespado de La Cabrera. Aprecio la soledad de esta montaña. Cuando llego a la cumbre, tan temprano que el sol no levanta todavía un palmo del horizonte, ya hace calor. Vacío mi macuto y con él y dos o tres prendas me preparo una cama, me desnudo, me tiendo al sol de la mañana, cierro los ojos, dejo que el sol se instale todo dentro de mí. Pura meditación zen la de yacer desnudo en una cumbre mientras el primer sol de la mañana calienta todos los rincones de mi cuerpo. Ejercicio tántrico que tanto puede derivar en profunda meditación como en jolgoriosa y entrañable fiesta de los sentidos. Todo estaba extremadamente tranquilo y apacible.
Volví a acordarme del gato... total, un animal más, me dije; y fantaseé con la idea de tener un nuevo inquilino en nuestra parcela. Hasta ahora el único gato que conocimos fue en nuestra anterior casa, la casa-escuela de Serranillos. Allí establecimos una curiosa relación con un gato negro. El caso es que, era invierno, una noche, mientras dormía sentí algo pesado sobre la manta y encendí la luz. Allá, acurrucado como quien está en el mejor de los sueños, hecho una rosquilla, dormía un gato que, frente a la luz encendida y mi expresión de sorpresa, no hizo otro gesto que el que haría alguien que se siente contrariado porque le han despertado. Era probable que no fuera la primera noche que pasaba allí acurrucado a nuestros pies. Nuestro hábito de dormir en invierno con la ventana abierta de par en par le había parecido una invitación más que explícita para hacerse un rebujo en nuestra cama y refugiarse así del relente. Allí estuvo, noche tras noche, durmiendo en nuestro lecho hasta bien entrada la primavera. Nos íbamos a la cama, nos dormíamos y él, de regreso de sus juergas nocturnas, a tres o las cuatro de la mañana, iba a instalarse en la suavidad de nuestras mantas. A veces incluso llegaba a despertarnos con sus gemidos de placer en las cercanías de la casa, por donde también rondaban las gatas sin atreverse éstas a acceder a la lujosa yacija que se había buscado su amigo. Años más tarde pude rememorar esos enternecedores maullidos una apacible noche en el desierto de Cinguetti, en Mauritania, en que habíamos subido nuestros colchones del hotel a la terraza para disfrutar de la noche africana; durante toda la noche unos gemidos semejantes aunque más graves y lastimeros sembraron el aire del desierto con sus lamentos de goce. Eran los camellos en celo que, deshibidos como aquel personaje femenino de Cien años de soledad, de García Márquez, que despertaba a toda la población de Macondo con sus lastimeros maullido de amor, no se cortaban un pelo en expresar su goce, como no es el caso en nuestra civilizada y silenciosa sociedad nocturna que parece follar dentro de un reprimido silencio a fin de no transgredir las normas municipales o mancillar los oídos de los vecinos durmientes. Volviendo al gato negro, un día del mes de mayo faltó a su cita, no apareció más por casa. Probablemente sucumbió al acto de exterminio de algún vecino que se curaba así de la excesiva fecundidad de estos felinos. La verdad es que le echamos de menos durante mucho tiempo.
De regreso a casa volví a tropezarme con el gato blanquinegro de manchas anaranjadas junto a la caseta de madera de la huerta. Esta vez no me huyó, se me quedó expectante con la mirada fija y la actitud de poner pies en polvorosa, pero se estuvo allí. Total, que me fui a por un bol y se lo llené de leche. Tenía un hambre canina, se ve que el chorizo de la madrugada le había sabido a poco. Pero hete que, cuando me dirigía a la casa de nuevo, vi cruzar por una esquina de mi ángulo de visión tres bultitos que se corrían hacia los bajos de la furgoneta de las herramientas y que no me parecieron gazapos; no, no, se trataba de tres gatitos que, visto y no visto, se esfumaron entre las hojas de una hiedra. Vamos, que mi gato, ese que en la cumbre de la Najarra había decidido adoptar, no era gato sino gata. Gata enclenque y primeriza que iba a convertirse, junto con su purrela, en centro de atención de los habitantes de El Chorrillo, un servidor y la hortelana, mi chica, durante los días siguientes.
Cuando horas después me di una vuelta a ver si había novedades en torno al bol de leche, tres gatitos salieron disparados del interior de la caseta. Eran encantadores. En días sucesivos logré fotografiar a uno de ellos, esa criatura tan tierna que ahora aparece en la parte alta de mi página de Facebook. Mientras tanto la mamá aparecía mohína y un tanto indiferente; se pasaba el día enroscada junto al saco de mantillo como si le faltaran fuerzas para vivir. En los días siguientes, cuando les íbamos a reponer la leche y el agua, nos encontrábamos a los pequeñajos ricamente instalados sobre un saco de abono, sentados allá en lo alto como quien mira desde el porche de su propia casa el paso de un tiempo que de pronto se ha hecho amable y nos mira sonriente con cara de buenos amigos. Pero de acercarse nada de nada, si dábamos un paso más salían disparados. Acorralé a uno de ellos y lo trinqué por el lomo para ver si de alguna manera podía hacer migas con él, pero nada de nada, el tío se revolvía y arañaba como un condenado.
A la mañana que siguió, al acercarse Victoria a reemplazar la leche, descubrió una escena que producía cierta temblaera; me llamó enseguida. La gata yacía muerta junto a la caseta del huerto, y, allí, junto a su regazo, uno de los gatitos trataba inútilmente de sacar leche del pezón de su madre muerta.
Los gatitos, que no eran tres sino cuatro, huérfanos de repente, quedaron definitivamente a nuestro cuidado. Ahora, desconfiados y huidizos, se zampan todo lo que les ponemos (hubimos de ponernos al día de lo que comen los gatos y hacer las compras pertinentes en el supermercado más cercano) y les vemos brincar y saltar desde lejos. Han encontrado refugio en el seto de las yedras junto a la huerta y cuando nos ven acercarnos, pies para qué os quiero, dan un par de saltos y se refugian en él. Ni siquiera han tenido la gentileza de asomar un poco cuando he tratado de enseñárselos a mi nieta Ainara. Allá fuimos varias veces a verlos, pero nada.
Ahora, al perrazo Thalos, nuestro pastor alemán, le oímos gruñir de tanto en tanto desde este lado del pastor eléctrico hacia la huerta, donde ve merodear a los gatos. Ayer me encontré de sopetón a dos de ellos cuando salía al jardín por la puerta de la biblioteca, huyeron enseguida hacia las plantas que rodean el estanque de los peces, el mismo lugar por donde se escurrió hace días una culebra a la que quise fotografiar sin conseguirlo. 

Por cierto, tengo por ahí escrita una entrada, también de gatos, que me gusta especialmente, un día que andaba yo viajando por tierras de Malasia. Aquí está el vínculo.

1 comentario:

  1. Que historia tan tierna, bonita y a la vez algo triste, como me gusta tu expresion a la hora de eacribir.

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